Viernes, 22 de octubre de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
Lafcadio Hearn supo que había encontrado su lugar en el mundo cuando vio el Monte Fuji, desde la cubierta del barco que entraba en la Bahía de Nagasaki, y supo que “desde las dieciséis provincias del imperio” (es decir, desde todos los rincones del Japón) se veía el paisaje más bello del Japón. Pocos días más tarde se enteró de que la peregrinación favorita de los admiradores de Hokusai consistía en encontrar cada uno de los puntos geográficos de la isla desde los cuales el gran maestro realizó sus célebres “36 vistas del Fuji-yama” (una de las cuales es “La Gran Ola”, esa impresionante recreación de un tsunami en forma de garra, con el volcán nevado al fondo). Lo que terminó de fascinar a Lafcadio fue que en aquel país lo más hermoso fuese también lo más sagrado: los japoneses preferían denominar “Fuji-san” a la montaña, en lugar del meramente descriptivo “Fuji-yama”; budistas y sintoístas por igual consideraban un deber moral para sus fieles subir una vez en la vida el Monte Fuji y rendir honores en la cumbre a la aparición del Sol Naciente.
Cada julio y agosto (único momento del año en que las condiciones climáticas permitían el ascenso), miles y miles de peregrinos de todas las edades, desde niños hasta ancianas, pasaban la noche escalando los casi 4 mil metros del Fuji, celebraban en la cumbre la salida del sol y procedían después a encarar el descenso por una asombrosa pendiente acolchada de arena volcánica, que permitía a los agotados y obedientes fieles llegar en menos de una hora hasta abajo (el ascenso demoraba más de diez). Había un proverbio que decía: “Sólo los desagradecidos no escalan una vez en su vida el Fuji. Sólo los tontos lo hacen dos veces”. Lafcadio lo malinterpretó: creyó que se lo decían a él, y a él nunca le había gustado pasar por tonto, y peor que pasar por tonto le parecía ser desagradecido, así que ahí mismo decidió escalar la montaña sagrada y demostrar de ese modo que su amor por Japón iba en serio.
El relato de su ascenso es una metáfora perfecta de la relación que lo uniría hasta la muerte con su país de adopción. Empieza con un epígrafe casi zen: “Visto de cerca, el Monte Fuji no está a la altura de las expectativas”. Visto de cerca es la posada desde donde Lafcadio organiza parsimoniosamente su ascenso, mientras toma los baños termales y contempla el pico nevado en el horizonte. Como buen occidental, Lafcadio contrata dos gori-cki (“guías”) y una kuruma (especie de rickshaw de montaña) para encarar la subida. Los goricki ayudan a empujar la kuruma que lleva a Lafcadio. Cuando la kuruma no da para más, los goricki le consiguen un caballo. Cuando el caballo no da para más, le entregan un cayado y le dicen que continúe a pie. Cuando el cayado no da para más, Lafcadio sigue en cuatro patas a sus incansables goricki, y así es como llega a la cumbre, tal como había llegado meses antes al Japón: sin resto, con el alma vacía y el cuerpo maltrecho.
Nacido en una isla griega llamada Leucadia (de ahí el nombre con que lo bautizaron), de padre irlandés y madre cretense que lo abandonaron en la infancia, criado por una tía arpía que lo tuvo pupilo en Irlanda hasta que lo despachó a América, a los quince años, sin una moneda en el bolsillo, Lafcadio era el Hombre de Ninguna Parte. En las calles de Estados Unidos aprendió el oficio de periodista. Odió cada urbe que conoció, salvo Nueva Orleans, donde se casó con una mulata y así arruinó su carrera periodística (poco después ella le rompió el corazón). Huyó a la Martinica, donde creyó encontrar el paraíso hasta que descubrió con terror que “aquí la naturaleza no te deja pensar, ni trabajar, ni estudiar en serio, y si te rebelas contra ella, a golpes de fiebre te va baldando de cuerpo y espíritu”.
En Japón, en cambio, casi se muere de frío y de pena durante su primer invierno. Así que imitó a su admirado Pierre Loti y se compró una esposa japonesa. En realidad se la consiguieron los alumnos de la escuela donde enseñaba inglés, para no quedarse sin maestro. Para su propio asombro, Lafcadio se enamoró de aquella japonesa tal como se había enamorado del Japón: nunca logró entenderlo a fondo, nunca dominó la lengua, los kwaidan o cuentos de fantasmas que lo hicieron famoso se los contaban su esposa y sus alumnos, y él los transcribía en versión descaradamente libre. Pero a la vez detestaba cada avance occidental sobre las costumbres japonesas, escarnecía Tokio como había escarnecido las grandes ciudades de América y temía que al enseñar inglés a sus alumnos ellos se fueran haciendo cada vez menos japoneses. Mientras tanto no hacía el menor esfuerzo por mejorar su rudimentario manejo del idioma. En suma, Japón y Lafcadio se recelaban mutuamente porque ninguno terminaba de entender al otro. Japón lo aceptó por fin como uno de los suyos, incluso le dio la nacionalidad (y acto seguido le bajó el sueldo a la mitad, porque a los extranjeros que trabajaban en la enseñanza les pagaban doble). El decía que no lo entendían; yo creo que lo entendían demasiado bien. Ese era el precio que le cobraban por oponerse a la modernización del país: lo hacían japonés. Y él se vengaba inventando el “verdadero” Japón tal como reescribía a su antojo las leyendas de fantasmas que se hacía relatar.
Alguna vez ofendió a su esposa y a sus alumnos cuando comentó, mientras recorría los venerados santuarios budistas de Kioto: “Los verdaderos templos son los jardines de los templos”. Cuando llegó en cuatro patas a la cumbre del Monte Fuji (“El guía me ruega que mantenga cerrada mi honorable boca y respire sólo con mi honorable nariz”) y contempló a su alrededor la enorme boca del cráter que según los textos budistas representaba los pétalos abiertos del capullo del Loto Sagrado, lo primero que atinó a pensar, agotado y furioso, fue: “Ningún lugar de este mundo puede ser más horrible, más atrozmente lúgubre, que la punta carbonizada del loto cuando se está sobre ella”. Como había llegado tarde, no consiguió un buen lugar para contemplar la salida del sol: “Otros peregrinos, más madrugadores que yo, ocupan el peñasco más alto. Desde donde estoy puedo ver sus rostros vueltos al tremendo Este, mientras dan palmadas a la manera sintoísta y saludan al Sol Naciente”. Ni él mismo registra la ironía. Mientras nos dice que “ningún detalle de este momento habrá de desvanecerse hasta que el polvo de estos ojos se mezcle con el polvo de los millones de ojos que, antes que nosotros, contemplaron el nacimiento del sol desde la cumbre del Fuji”, en realidad no está viendo el sol. Con los pies congelados, el cuerpo entumecido y las manos llagadas de ampollas, Lafcadio estaba unos pasos más abajo que los demás, en la zona aún cubierta de sombra, y no se daba cuenta de que, por contemplar la devoción de los fieles, el reflejo de la luz en sus rostros, estaba dándole la espalda a aquel Sol Naciente al que en ese momento rendían sus respetos todos los peregrinos que habían escalado el Monte Fuji aquella jornada. Todos, menos él.
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