Viernes, 13 de mayo de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
Hace unos días murió en Nueva York una rumana de cien años llamada Hedda Sterne. La maquinaria necrológica se puso en marcha a la manera habitual y los titulares fueron: “Muere la última de los abstractos expresionistas”. Se referían a la pandilla de Jackson Pollock, Mark Rothko, Willem de Kooning y compañía, que durante los primeros años de la Guerra Fría, con la colaboración activa de la CIA y el Departamento de Estado norteamericano, exportó al mundo entero la noticia de que había una nueva forma de pintar y que la capital por excelencia del arte ya no era París, sino Nueva York. Los abstractos expresionistas eran todos hombres, todos ególatras, todos pontificadores y bebedores, y ardieron como bonzos después de pelearse como perros rabiosos, después de descubrir con estupor que habían triunfado. Una foto a doble página aparecida en la revista Life en 1951, con el título “Los Irascibles”, los había hecho famosos. En la foto, entre todos aquellos machos cabríos, asomaba la cabecita de Hedda Sterne, en la última fila, la única mujer. “Soy más conocida por esa foto que por ochenta años de trabajo. Si tuviera ego, me deprimiría”, declaró Sterne en el único reportaje que le hicieron al inaugurar su última muestra, cuando tenía 97 años.
Su aparición en aquella foto fue un malentendido. Los belicosos varones se enfurecieron en masa con ella y con Life, porque la presencia de una mujer le quitaba toda seriedad al asunto (Hedda aparecía en la foto con sombrerito y coqueta cartera colgando del brazo). Hasta el día anterior le decían con condescendencia: “Pintas como un hombre. Podrías ser uno de nosotros”. A partir de ese día decretaron que no era ni abstracta ni expresionista, cosa que ella misma les refrendó con una frase que mucha gracia no les hizo: “Es cierto, abstracto es Mondrian. Y, para expresionista, nadie mejor que mi Saul”. Su Saul era Saul Steinberg, que para aquellos pintores era, sí, un dibujante brillante, incluso un dotado, pero un mero caricaturista del New Yorker. Steinberg era rumano como Hedda, ambos habían nacido en Bucarest y frecuentado los mismos ambientes, pero recién se conocieron en Nueva York (“Yo era cuatro años mayor que él, y a los diecinueve años no me andaba fijando en muchachitos de quince”), cuando Hedda venía de París, de donde huyó con lo puesto antes que la deportaran por judía, y Steinberg hizo lo propio desde Milán, adonde estudiaba arquitectura hasta que empezaron las purgas antisemitas. Steinberg apareció de visita en su departamentito de la calle 71 un mediodía de 1943 y se quedó dieciocho años. En la bañadera de ese departamento pintó en 1949 su archifamosa “Chica en la tina”, que es por supuesto un retrato de Hedda.
A diferencia de la foto de Life, a ella nunca le molestó ser la chica de la bañadera de Steinberg, aunque se separaran en 1961. Hedda siguió viviendo en ese mismo departamentito hasta su muerte, cuando ya hacía mucho que el dibujo en la bañadera se había despintado. Tampoco descolgó nunca de la pared de la cocina un hermoso diploma que le había hecho Steinberg consagrándola cocinera en jefe de la casa y de la ciudad (aunque no cocinó nunca más, ni siquiera para sí misma, después de Steinberg). Peggy Guggenheim le reprochó que abandonara la cocina y que se negara con la misma tozudez a que su pintura tuviese una marca de fábrica, un logo-style (Hedda le corregía: “Te refieres, sospecho, a ego-style”). Desde su llegada a América, se había fascinado con lo concreto y lo inmediato: “Estados Unidos era más extraordinariamente surrealista que cualquier cosa que hubiesen imaginado los surrealistas”. Con Steinberg recorrieron todo el país en auto (“Sólo nos faltó Hawaii; Saul no encontró el camino”). Sterne empezó a pintar autos en movimiento, gigantescas hortalizas vistas desde adentro, piezas de avión en forma de tótems, naturalezas muertas con sanitarios (una de sus obsesiones: las diferencias entre los sanitarios europeos y los del nuevo mundo), pero para su estupor y la hilaridad de Steinberg, todo lo que hacía era abstracto a los ojos de sus colegas: “Podrías ser uno de nosotros”, “Pintas como un hombre”.
Sterne confesaba sin pudor que sus momentos de sequía habían sido abundantes, por el simple hecho de vivir dieciocho años junto a un hombre que nunca trabajaba más de tres cuartos de hora seguidos y que confiaba a ciegas en una sola cosa en el mundo: su formidable primer trazo (según Steinberg, ese trazo era su modo de pensar). Durante esas crisis de confianza, Hedda hacía para distraerse psicorretratos a mano alzada de sus colegas y amigos: no eran fisonómicos; eran exclusivamente de la psique, en su opinión. Los acumuló durante años y cuando los expuso, creyendo que eran lo más abstracto que había sido capaz de hacer en su vida, la acusaron de haber traicionado a la abstracción y (¡en 1971!) la defenestraron una vez más. Steinberg había dibujado una vez una historia que Hedda le contó. La tenían colgada en la cocina: una nena está dibujando. La madre le pregunta qué dibuja. La nena dice que a Dios. ¿Cómo puedes dibujarlo si no sabés cómo es?, dice la madre. Para eso lo dibujo, contesta la chica. Rothko y Barnett Newman estaban bebiendo una noche en esa cocina. Barnett le señaló el dibujo a Rothko. “Eso es lo que estamos olvidando todos”, dijo.
Desde el momento en que empezó a perder la vista hasta que se quedó ciega, Sterne llevó una suerte de bitácora en forma de dibujos diarios, hechos en crayones blancos sobre papel blanco. Había instalado su mesa de trabajo contra la ventana más grande de su departamento y ahí se sentaba cada día, crayón en mano, buscando la luz con sus ojos lechosos. En un reportaje filmado que le hicieron antes de morir, está sentada a la misma mesa, la luz entra de costado y le ilumina los ojos, tiene el pelo blanquísimo y esa serenidad en la cara que sólo los ciegos: es literalmente refulgente. “Los doctores dicen que no puedes gastarte los ojos. Lo que los gasta son otras cosas, no el uso”, dice en determinado momento. “El ego es la herramienta que usan algunos para que el talento parezca genio”, dice en otro momento. Uno la ve hablar, relatar su vida, y ve aparecer todas las mujeres que fue, todas ellas a la vez: la de diez y la de veinte y la de treinta y la de cuarenta y la de cincuenta, la jovencita fatal de la que se enamoraron Hans Arp y Duchamp, la perseguida por judía, la rescatada por Nueva York, la siempre atenta a la sensualidad del mundo, la artista inmune al ego, la solitaria, la anciana sabia. Como si de alguna manera, en ese envase, se preservaran todas, se preservara lo que la mayoría pierde de sí en el camino. Montherlant dijo que sólo había un modo de retratar la felicidad: con tinta blanca sobre papel blanco. Hedda Sterne lo hizo.
Para Carlos Trillo, in memoriam.
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