Domingo, 25 de septiembre de 2011 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Aparece en el escenario con camisa y pantalón negros. A veces, abierto el cuello de la camisa. A veces, no. Raramente un saco. O nunca. La música para Sergio no se viste de gala. No necesita frac. Si el pantalón tiene la raya bien planchada es trabajoso saberlo. Al ser negro, no hay raya. Nunca se lo ve fúnebre. Acaso convenga aclarar que esa camisa y ese saco no son completamente negros. Parecieran cercanos a un gris intenso que intensamente brilla, porque la que brilla es la sonrisa de Sergio, su aire distendido, gozoso. He ahí, sobre el escenario del Teatro Colón de Buenos Aires, a un hombre feliz. Apenas se inicie el próximo mes de febrero cumplirá sus frescos cuarenta años. Toca el piano desde los dos y medio. Anda por ahí un video en que se ve a un niño regordete, de esos a los que las visitas atormentan pellizcándoles las mejillas opulentas, sentado a un piano, las piernitas en el aire porque los pedales le quedan a distancias siderales, ejecutando a gran velocidad una pieza de Bach más o menos así: en tanto la mano izquierda repite una obsesiva apoyatura, la derecha traza una línea llena de laberintos, de aceleramientos desbocados que huyen y retornan, de tempos que se alternan y se alteran aunque todos participan de la embriaguez del vértigo. Es Sergio Tiempo a la edad (algo inverosímil para tocar así) de dos años y algo más, ni a medio ha de llegar. Termina su ejecución (buena palabra: el inocente niño, en verdad, ha ejecutado a Bach) y Sergio mira hacia un costado con grandes ojos tímidos y se pasa un dedo por debajo de la nariz. Uno de los que comentan el video (sin duda un pianista) escribe: “I quit!” (“¡Renuncio!”). Sigue su carrera. No parece creer que lo que hace tenga algo de excepcional. Cierta vez, desde Brasil, luego de tocar el N° 1 de Tchaikovsky , llama a su padre, Martín Tiempo: “Me aplaudieron casi 20 minutos. No lo puedo creer”. “¿Por qué?” “¿Sólo por tocar el piano?” Martín (presumo que ya nos podemos recibir de viejos amigos, algo que, antes que referirse a los años que se han deslizado como arena entre nuestras manos, debiera referirse a la intensidad del afecto, al cariño con que dos personas le dan vigor, profundidad a una relación) sonríe ante estas perplejidades de su dotado hijo, sorprendido (tal como a los dos años y pico, cuando aún no llegaba a los pedales) ante el efecto que produce en la gente el sencillo (para él) acto de mover los dedos sobre un teclado. Por supuesto: es mucho más que eso lo que un pianista hace. Pero Sergio le resta la trascendencia o los oropeles que se les da o con que se embellece a los grandes pianistas. El nació para hacer lo que hace. Nació, además, en la atmósfera casi sonora de una familia que se dedica a eso: a tocar el piano. Así, asume el hecho con sencillez. Heidegger dijo de Aristóteles: “Hizo lo que tiene que hacer un hombre. Nació, trabajó y murió”. Acaso Sergio toque el piano como Aristóteles hacía filosofía, las dos disciplinas (según George Steiner) por medio de las que el hombre suele acercarse con mayor plenitud a lo sagrado, a lo absoluto.
Sergio es hijo de Lyl y de Martín Tiempo. Su hermana mayor, Karin Lechner, es hija de Lyl. Y Natasha Binder es hija de Karin. Lyl, a su vez, fue traída (por suerte) a este mundo por el pianista Antonio de Raco y la más que notable pianista Elizabeth Westerkamp. Natasha Binder está muy presente en el clima musical de Buenos Aires porque, no hace mucho, se presentó en el Teatro Colón para tocar el Concierto en la menor de Grieg, un concierto brillante, asiduamente tocado por todo tipo de pianistas y con una celebridad que ya le juega en contra, aunque ha disminuido algo. Pero suele decirse: “¡Otra vez el Concierto de Grieg! ¿No saben tocar otra cosa?” Sin embargo, Natasha se llevó una sorpresa en Buenos Aires: no es tan conocido el Concierto de Grieg. En medio de un reportaje telefónico, un periodista le dice a la niña concertista: “Sé que mañana vas a tocar una música... eh, una música que yo desconozco”. Con su frescura, con su conmovedora inocencia de pianista de diez años, Natasha exhaló un: “¿Desconocés?” Sí, Natasha: ni idea. Ni siquiera se tomó el trabajo el día anterior de teclear en Google: “Grieg + Concierto para piano”. Se habría ahorrado el papelonazo. Pero sin duda pensó: “Es una piba. La manejo como quiero”. Y Natasha no es una piba. Es muy rápida, muy inteligente y si bien su “¿desconocés?” revela la sorpresa de su mundo (el de la música clásica) ante Otro, vaya a saber cuál, le hizo pagar cara al periodista su de-sidia profesional. Le salvó la ropa su compañera que sí, como muchísima gente, adicta o no a la música clásica, conoce el Concierto de Grieg, porque, vea, ¡hasta hay versiones en rock, en jazz, en soul, en CD del pavoroso Richard Clayderman, y hasta chacareras habrán hecho con ese Concierto! De modo que el “¿Desconocés?” de Natasha fue un dardo contra la incultura.
Sergio se sienta al piano, cambia una mirada con el director, y empieza con el primer movimiento del Concierto en sol mayor de Maurice Ravel, marcado “allegramente”. Durante 1931, el compositor francés estrenó sus dos únicos conciertos: el en clave de Sol mayor y el concierto para la mano izquierda, escrito, tal como el N° 4 de Prokofiev, para el pianista manco Paul Wittgenzstein (1881-1961), que había perdido su brazo derecho durante la primera guerra. Su celebridad también tiene otros cauces: es el hermano del filósofo Ludwig Wittgenstein (autor del célebre Tractatus y otras obras importantes de la filosofía del siglo XX) e inspiró al novelista Thomas Bernhard buena parte de su novela El sobrino de Wittgenstein, que plantea un duelo entre Alfred Brendel y Glenn Gould, en que uno es el meramente talentoso y el otro el genio, palabras que ya muchos se niegan a usar para estas cuestiones. Sergio aborda el segundo movimiento: adagio assai. Es el que hizo, hace y hará la grandeza de este concierto. Se basa en el movimiento lento del concierto para clarinete de Mozart. Pero no solamente. Y además me atreveré a decir: se basa en Ravel. Fue él mismo quien señaló la gran deuda con Mozart, pero fue injusto con su obra. Ese segundo y sublime movimiento es completamente suyo: sobre todo el largo pasaje confiado al piano en la apertura y luego en la refinada orquestación, que es la del más grande orquestador del siglo XX, Ravel, precisamente. Y si no, se sabe: escuchen la orquestación que hizo de la gran obra que Mussorgski compuso bajo la inspiración de los cuadros de su amigo Viktor Hartmann. El tercer movimiento es una fiesta. Lleno de trompetas, de escalas vertiginosas, de jazz, deja al pianista como el hechicero embriagado de una gran fiesta dionisíaca. Sergio lo tocó a una velocidad sobrenatural. “¿Hasta cuándo van a decir que soy un pianista pirotécnico?”, le pregunta a Martín. “¿Voy a tener que tocar sólo sonatas de Scarlatti?” Cierta vez le preguntan a Nikita Magaloff (a Magaloff, no a Vlado Perlemuter: la anécdota me la contó Martín y nadie sabe más que él): “¿Por qué Martha corre tanto?”. Magaloff, con toda sencillez, sin dudar un segundo, respondió: “Porque puede”. Sergio también puede. De todos modos, su versión no es la de Martha. Hay muchas diferencias en las acentuaciones y en la velocidad con que uno privilegia ciertos pasajes y el otro no y viceversa. Creo que el Concierto de Ravel ha tenido tres dueños: Arturo Bendetti Michelangeli (la versión que amé en mi juventud: era un long play con la foto de las cuerdas de un piano), Martha Argerich y ahora Sergio Tiempo. Argerich custodió a Sergio con devoción, tal como lo hace con cualquier pianista que le interese. Así de generosa es. También reconoció a Karin y se la presentó a Barenboim, que quedó deslumbrado. Sergio concluyó el explosivo tercer movimiento y luego –como si jugara– lo tocó de bis.
Con Lyl, con Martín, con Bertotto lo fuimos a esperar a su camarín. La ovación todavía se prolongaba. Había un piano. Por juguetear un poco toqué algunas notas del segundo movimiento de Ravel. Entra Sergio y todos escuchamos: “¡José, me estás haciendo la competencia!”. Y él es el que más se ríe y tiene una risa contagiosa, fresca. Está Elizabeth Westerkamp, nada menos. Tengo la felicidad de escucharle decir que ha leído mis novelas, mis ensayos, ¡todo! Lo sacamos a Sergio. Lo llevamos a Edelweiss. Pero ya está lleno por el público del Colón. Si lo metemos ahí se lo devoran. Lo llevamos a Puerto Madero, a un lugar misericordiosamente accesible. Le digo a la chica del pupitre: “Dame una buena mesa. Traigo al mejor pianista del mundo, que acaba de dar un recital en el Teatro Colón”. Nos dan una buena mesa. Sergio pide una entraña. Cuando se la sirven dice: “Piensen lo que quieran de mí. Pero a nadie voy a dar ni un pedazo de esta entraña”. Y vuelve a reírse. Al final, su generosidad lo vence. Se desgarra su entraña. Tendrá que pedir otra. Vivo empeñado en que toque el Concierto en Fa mayor de Gershwin. Karin lo tocó en Islandia. Karin, además, toca los tres preludios de George y los dos conciertos de Brahms. Ni Sergio ni Martha lo hacen. Sigo sin entender por qué. Sergio estuvo en New York tocando bajo la batuta de Michael Tilson Thomas, el sucesor de Bernstein y un gershwiniano tenaz, como todos. Al día siguiente vuela a Los Angeles. Pero esa noche está frente a un pedazo glorioso de una entraña de su país. Porque Sergio es argentino, habla en argentino, no tiene ningún acento de ningún otro idioma. Nació (por azar) en Venezuela, pero es bien argentino. Hasta en su modo de ser alegre, de hacer chistes, de mirar a dos jovencitas suizas que se mueren por contratarlo y están ahí en la mesa, con los ojos abiertos por el asombro. Para abrumarlo le toco sobre la mesa las partes centrales (muchas) del Concierto en Fa mayor. Me mira muy divertido. (Qué loco éste, pensará.) “Pero, ¡cómo te gusta ese concierto!”, exclama Lyl. “Admito que es maravilloso.” Lyl me envió la grabación de Karin en Islandia. ¡Formidable! Le envié un mail. “¡Te felicito!” Me agradece y explica: “Al principio tuve vacilaciones. Me lo habían encargado. No era la música que más acostumbro tocar. Después me sorprendí. Después me gustó. Después me enamoré”. Lyl disfrutaba de todo. De la comida. De la locura de tocar un concierto sobre una mesa. De unos chistes que le conté. De otro que contó Sergio. Y ahí, una vez más, sentí en mi corazón la grandeza de Lyl Tiempo. Autora de un libro delicioso para que los niños estudien música (El libro de Lyl, Ediciones granAldea Editores, 2011, Buenos Aires): ¡cómprenlo todos quienes deseen que sus niños toquen el piano. Lejos de las míticas crueldades del viejo Vicente Scaramuzza (a las que fue sometida la pequeña Martita Argerich), el libro de Lyl es pura música, pero la música en tanto alegría, en tanto agradecimiento a la vida, a la gloriosa existencia de ese arte que es –como tantos lo dicen– “una ventana a Dios”. Nos despedimos. Sergio se fue en un taxi sin las dos suizas. Mañana toca en Los Angeles. Volverá en noviembre. Harán algo en común los cuatro: Sergio, Karin, Natasha y Lyl. ¿Que será? Lo que sea, ahí estaremos. Fue una hermosa noche. Casi a la altura de la embriaguez del tercer movimiento de Ravel.
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