Jueves, 13 de octubre de 2011 | Hoy
Por Noé Jitrik
Es sabido que ciertos personajes de la literatura han traspasado los límites del texto en el que estaban encerrados, pegaron un salto y empezaron a circular triunfalmente por la vida y la cultura, a veces, como Edipo, durante siglos. Fue una suerte para él pero no fue el único que la tuvo, aunque el tránsito que recorrieron y recorren los menos afortunados, como Hamlet o Alonso Quijano el Bueno, es de menor duración pero no de menor intensidad; debemos decir que esa menor duración no es resultado de una incapacidad para pegar ese salto, sino sólo de un hecho de nacimiento: nacieron siglos después y no pudieron disfrutar del glorioso envejecimiento del Cid Campeador o el del astuto Ulises, pero siguen gozando de su representatividad, son citados a cada rato, sin ellos la noción de ejemplo fallaría.
Estas comparaciones –hay muchos personajes más, igualmente vivos fuera de las páginas en los que fueron cobijados, como Raskolnikov, Madame Bovary, el Capitán Nemo, Pedro Páramo y tantos otros– no son vanas: permitirían establecer un cuadro en el que se destacan por su universalidad por oposición a otros personajes cuya gravitación es relativa a la situación en la que se desempeñan: una cosa es el Quijote y otra Funes, el memorioso.
De entre éstos quisiera destacar al Cándido, de la novela de Voltaire. Tanto se ha impuesto que ha dado lugar a un sustantivo, la “candidez” –que ya existía pero que sin él habría conservado su sentido original, o sea la blancura– y a un adjetivo, “cándido”, ingenuo, susceptible de ser fácilmente engañado, carente de malicia aunque tal vez no de inteligencia. Voltaire se mofa de su personaje, un optimista radical, fiel seguidor de una famosa consigna de Leibniz: “Este es el mejor de los mundos posibles”.
Así, pues, este personaje perdura porque encarna el optimismo, así como Quijano representa la utopía y el Cid el arrojo patriótico. Y puesto que estamos en personajes literarios, diría que los opuestos a los de Voltaire serían, más allá de los que no son ni una cosa ni la otra, los héroes de la novela negra, los Marlowe que siempre desconfían, los que creen que detrás de toda promesa hay una traición, que nada es tan bello como pretende serlo y que los crímenes más espantosos se dan en las familias más respetables sin que haya modo de contradecir esta ley. ¿Pesimismo? ¿Optimismo? Cándido y Pangloss parecen ser optimistas a rabiar y contra toda evidencia, pero la fórmula –la inventó Leibniz– en realidad está satirizada por Voltaire: ¿quién podría creer, después del terrible terremoto de Lisboa de 1755, que éste es el mejor mundo? Para burlarse del filósofo, quizá teniendo a la vista esa catástrofe natural, Voltaire hace caer sobre sus personajes, en 1759, toda clase de desgracias; me atrevería a decir que, al contrario, la fórmula sería en verdad dramáticamente pesimista: si esto que nos rodea, o sea el mundo, es lo posible, o sea que no se puede aspirar a más, qué nos espera, en dónde estamos, sometidos a una naturaleza impiadosa –¿qué tal lo que pasó en Japón en este desdichado año 2011?– y a seres humanos crueles y ambiciosos; en verdad no se trata de lo posible sino de lo imposible. Y ahí, en esa contradicción, reside el problema.
Por eso, el optimismo –lo “óptimo”, del latín “lo mejor”– parece ser la condición de la lucha contra el pesimismo (del latín “pejus”, “lo peor”); en la palabra optimismo estarían encerrados conceptos tales como fe, esperanza, ilusión, creencia, cambio, transformación y todo lo que sigue, que no es poco y que nos permite vivir; en pesimismo la falta, la sin salida, lo aciago, todo ese ejército de males que amenaza la vida.
Pero si para Voltaire importaba el juego entre lo posible explícito y grotesco y lo imposible deseable, los hechos posteriores, la Revolución Francesa y luego las revoluciones americanas, mostraron que lo imposible era alcanzable y que, en consecuencia, el optimismo, por contraste, tenía su razón de ser y el pesimismo, al menos en ese momento, había sido derrotado, aunque luego las cosas volvieran a su cauce, como parece que siempre sucede: la Revolución Rusa fue una gran desmentida al pesimismo pero ¿qué pasó con el optimismo cuando llegó el stalinismo?
De modo que, vistas las cosas de la historia desde arriba, da la impresión de que no hay mucho lugar para el optimismo, entendido como regocijo por el presente, aceptación alegre del pasado e idea luminosa del futuro; catástrofes, guerras, pestes, crueldades, miseria, colonialismo, imperialismo, fundamentalismo, delincuencia, narcotráfico y las restantes plagas, incluidas las innovaciones tecnológicas y los monstruos que crean así como la crisis de la lectura inteligente y de la formación intelectual, quitan no sólo el perfume del optimismo sino que no dejan respirar tranquilos, uno no sabe qué le espera ni, lo peor, qué les espera a sus hijos. ¿De qué hablar, entonces? ¿En qué recipiente de basura queda este concepto? ¿No son a esta altura patéticos los optimistas?
Hay más de una razón para ver todo negro, pero si se piensa que hay dos clases de optimismo así como de pesimismo tal vez se pueda hallar una salida. Por empezar, cierta disposición crítica, que aspira a no dejarse engañar por espejismos o por repetitivas o burdas promesas, es considerada vulgarmente “pesimista”; pero lo es auténticamente quien no percibe ninguna señal en lo que lo rodea, que centra su discurso en lo que no va a ser, el que piensa que si algo puede salir mal saldrá mal, como lo quiere una muy difundida filosofía de bolsillo. Del lado opuesto, están los que contra toda evidencia y experiencia ven todo bien, hasta las razones del enemigo les parecen admisibles, suponen que nada terrible está pasando ni pasará y que éste, si no es “el mejor de los mundos posibles” al menos es muy bueno, está lleno de cosas hermosas, los niños son almas puras, los pueblos no se equivocan, los peores criminales algo de humano tienen y, en definitiva, no hay que ver las cosas con miradas turbias sino el bien que está regado por doquier. Correlativamente, hay un optimismo que llamo de “laboratorio” que está en toda perspectiva y prospectiva de un trabajo transformador.
Este optimismo me gusta; admite la existencia de falencias severas –ningún gobierno es como el que uno podría dirigir–, de tendencias agresivas –¿cómo negarlas?–, pero se propone enfrentarlas, una a una, sin perder las esperanzas de una vida mejor, “paso a paso”, como decía el poeta Pessoa, admitiendo el costo y la perplejidad.
Así que, no muy tristemente, diría que ni Cándido, que no llega a la verdad, ni Marlowe, que la restablece, sino Roberto Arlt cuando decía “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Aunque no supiera cómo podría ser ese futuro ni cómo podría ser el trabajo ni si podría llegar a ser nuestro.
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