Viernes, 18 de mayo de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Ahí viene llegando George Grosz al puerto de Nueva York. Europa se está prendiendo fuego, pero a él lo han traído para que dé clases de dibujo en la Liga de Estudiantes de Arte de Manhattan. Es febrero de 1933. En Berlín, a sólo semanas de que Hitler acceda al poder, los camisas pardas van a buscar al dibujante a su casa vacía, se lo cataloga de “propagandista bolchevique número uno” y se le retira la ciudadanía alemana. En Nueva York, la revista Time anuncia su arribo: “Ha llegado el monstruo”. The New Yorker lo describe con un largavistas al cuello para no perderse detalle de la vida americana a su paso. Todos esperaban su disección de Amerika. Era el obvio paso a seguir, después de haber mostrado en dibujos la vergüenza de la guerra (la Gran Guerra que iba a terminar con todas las guerras) y la obscenidad de la riqueza y la pobreza en la histérica paz que siguió, hedónica hasta el suicidio: las canciones de Brecht y Weill, como todo el cabaret berlinés, son hijos de sus dibujos.
Pero Grosz llegaba a América intoxicado de esa sustancia inflamable que alimentaba su motor creativo desde 1914. Tenía cuarenta años, llevaba veinte dedicado a dinamitar la hipocresía de su época. En el camino había cortado amarras con sus colegas caricaturistas primero (que se burlaron de sus pretensiones cuando él comenzó a acompañar sus dibujos de poemas, unos tan incendiarios como los otros), con sus compañeros de Dadá (que escarnecieron su decisión de seguir dibujando y pintando en lugar de dinamitar con ellos los cimientos del arte), con sus camaradas del PC (cuando rompió el carnet del partido luego de su viaje a la URSS en 1922) y con los jóvenes disipados de la bohemia de Weimar (quienes lo acusaban, desde los escenarios de todos los cabarets, de obstinación patológica y reliquia de museo de cera). Ese es el Grosz que llega a Nueva York. Cuando pisó la ciudad no hizo foco en los signos de la Depresión aún visibles en las calles porque estaba oyendo un sonido, una vibración ambiental, que no había experimentado según él en toda su vida adulta: el sonido del progreso. Ensordecido hasta el entumecimiento por la contracara de ese sonido (el del derrumbe), Grosz realiza entonces su famoso, incomprensible viraje: olvidarse de quién y qué había sido. Iniciar una nueva vida, a la americana. En la inauguración de su primera muestra estrecha la mano de mil personas, aunque no vende una sola pieza. Hollywood se interesa y desinteresa de él a la misma velocidad. Las revistas le hacen encargos, pero le piden después que baje el tono, “que sea un poquito menos amargo, menos Grosz”. Todo en Norteamérica se decía con una sonrisa, como había notado nomás bajar del barco; de a poco, Grosz fue comprendiendo cuán amargamente cierta había sido esa primera impresión.
Así comienza la renuncia a su yo europeo, el penoso intento de convertirse en un ilustrador “agradable”, a la manera de un Norman Rockwell. “Me ejercité a diario y con dedicación en la autorrenuncia, me porté como un hombre cuando se trataba de decir sí, pero seguía existiendo algo irremediablemente difícil en mi personalidad, como una piedra imposible de mover de su sitio.” Grosz comienza a armar un inmenso archivo de recortes de revistas, instantáneas norteamericanas de todo tipo, para poder cumplir fielmente con los encargos que le hagan como ilustrador. El archivo va a superar los cien mil recortes, los encargos de las revistas nunca llegaron a la docena por año; Grosz debe mantener a su familia dando clases de pintura en su propia casa a hijos de ricos, mientras mendiga becas que le permitan dedicar algo más de tiempo a su pintura, una pintura que parece haber perdido el rumbo. En Nueva York conoce a Dalí, a De Chirico. Ambos lo admiran por su obra europea (Dalí por sus poderosos collages Dadá, De Chirico por sus dibujos de la guerra y la hiperinflación, que consideraba a la altura de Daumier y Goya), ninguno de los dos es capaz de encontrar algo rescatable en la obra nueva que les muestra Grosz.
La guerra y los diez primeros años de posguerra son más o menos lo mismo para Grosz. Esa terrible aseveración hecha por él mismo lo retrata más devastadoramente que cualquier otro juicio sobre su persona. El paraíso del progreso y el confort le da la espalda tal como él le dio la espalda a su obra europea, Grosz es un muerto en vida, casi un pintor de fin de semana, a nadie le interesan los cuadros que pinta. Y entonces vuelve el miedo, o el miedo vuelve a la vida a George Grosz. El Comité de Actividades Antinorteamericanas de McCarthy comienza a levantar la temperatura de la Guerra Fría y Grosz comienza a temer la peor pesadilla: sin pasaporte alemán y sin ciudadanía norteamericana, su futuro no puede ser más negro. Ocurre entonces su segundo viraje, tan insólito como el primero. En sus tiempos dadá, Grosz había llevado el collage a una dimensión asombrosa, usando material de desecho exclusivamente, léase basura recogida de la calle. Ahora comienza a experimentar de manera similar, pero con otra clase de basura: revolviendo en aquel inmenso archivo que había reunido de instantáneas norteamericanas optimistas, positivas, alegremente consumistas. El resultado anticipa el pop-art pero con los dientes apretados: es un avant-pop crispado y feroz, hecho de la angustia que da el miedo, no el miedo al fracaso artístico, porque eso ya no le importaba a Grosz: aquellos collages eran su venganza contra el país que iba a escupirlo a la alcantarilla.
Y entonces, inesperadamente, en Alemania se produce su revaloración. Lo invitan a volver, hasta le dan un sillón en la Real Academia de Bellas Artes. Grosz vuelve de apuro a su país para esquivar la caza de brujas. Embala su banal obra pictórica de posguerra y se la lleva. Deja, en cambio, abandonados a la humedad de un depósito, esos collages frenéticos que eran lo único que le habían permitido paliar el miedo, o darle rienda suelta, en sus últimos años norteamericanos. Seis semanas después de su regreso a Berlín rodó escaleras abajo una noche de borrachera y se desnucó. Nadie vio esos collages, aquella disección de Amerika que tanto habían anticipado sus admiradores de 1933. Imaginen por un segundo si, antes del pop, antes de Warhol y Lichtenstein y Rauschenberg, hubiesen aparecido, como una cuña, esos collages de Grosz. Imaginen el arte actual a partir de esa escena. Y si el arte actual nos ha apelmazado tanto la imaginación que esa escena nos es imposible de concebir, quedémonos con este autorretrato que hizo Grosz de sí mismo, antes de rodar escaleras abajo hacia su destino final: “Ignoro por qué y cuándo me convertí en el que soy. Tengo la sensación de que, cuando llegó mi turno en la ventanilla, me entregaron varios boletos juntos y cuando pregunté por qué no sólo uno, como a los que me antecedían, una voz invisible detrás de la ventanilla me contestó: Porque en tu recorrido tendrás que cambiar varias veces de tren”.
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