Domingo, 29 de julio de 2012 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
El martes 31 de julio el Congreso nacional presentará la edición definitiva de Mi mensaje, texto que Eva Perón dictó durante los últimos días de su agonía. Fue un honor que me encargaran el Prólogo. Mi mensaje fue escrito de cara a la Muerte. Con los días contados. Ya no había intereses, ni coyunturas ni manos ajenas que pudieran herir el texto. Es Eva Perón en carne viva, sin velos, sin ganas de guardarse nada. De aquí la dureza y autenticidad de sus palabras. Vamos a escoger algunos textos. Darle la palabra a Evita. Fueron las últimas que dijo y tienen la fuerza de lo definitivo.
“Nadie fue capaz de seguir la farsa como yo para saber toda la verdad. Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no volvieron nunca. Se dejaron deslumbrar por la maravillosa fantasía de las alturas y se quedaron para gozar de la mentira.”
“Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.”
Decide denunciar definitivamente (¿qué otra cosa si no lo definitivo le quedaba?) a los enemigos del pueblo: “A veces los he visto fríos e insensibles. Declaro con toda la fuerza de mi fanatismo que siempre me repugnaron. Les he sentido frío de sapos o de culebras”.
Se entrega a una exaltación del “fanatismo”. Del suyo, al que llegará a identificar con el de Cristo. En Eva, el fanatismo implica la entrega absoluta a una causa. Siempre dijo: “Los tibios me repugnan”.
“Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir. Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos, sí (...) El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas”.
“Tenemos que convencernos para siempre: el mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y los imbéciles que nos hablan de prudencia. Ellos, que hablan de la dulzura y del amor que Cristo dijo: ¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y qué más quiero sino que arda! Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo. ¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?” Las citas bíblicas de Eva son precisas, ni erráticas ni menos aún equivocadas. Tomo, de mi Prólogo, el siguiente fragmento: “Jesús, en Lucas 12.49, dice: ‘He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!’” (Biblia de Jerusalén). Luego, en 12.51, insiste: “¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división”. Son textos que han asombrado a los teólogos porque contradicen el mensaje central del profeta de Nazareth: el del amor, el de poner la otra mejilla. De aquí que, en San Mateo, el texto que Evita menciona sea antecedido por el título: Jesús, señal de contradicción. Y dice: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mateo, 10.34.). Hay una explicación. El confesor de Eva durante sus largos últimos días fue el padre Hernán Benítez. Es (muy) posible que él le hiciera conocer esas citas tan cuidadosamente escogidas y que ocupan un escueto espacio en los evangelios. Acaso impresionado por los durísimos textos contra la Iglesia, Hernán Benítez (un digno sacerdote, de los pocos: hoy Domingo Bresci, otro pastor del pueblo, da misa en la misma parroquia que él) negó la veracidad de Mi Mensaje. No es así. Vi el auténtico manuscrito. Me lo mostró hace más de diez años Fermín Chávez: un montón de hojas amarillentas. Cada una llevaba las iniciales inconfundibles de Eva.
“Si alguna cosa tengo que reprocharle a las altas jerarquías militares y clericales es precisamente su frialdad y su indiferencia ante el drama de mi pueblo.” Detesta a los que entregan a sus pueblos. A los que dicen que nada se puede hacer. “Podrá costar más o menos sacrificio, ¡pero siempre se puede! (...) ¿Los procedimientos? Hay mil procedimientos eficaces para vencer: con armas o sin armas, de frente o por la espalda, a la luz del día o a la sombra de la noche, con un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando o cantando, por los medios legales o por los medios ilícitos que los mismos imperialismos utilizan contra los pueblos.”
“Ya no podrán jamás arrebatarnos nuestra justicia, nuestra libertad y nuestra soberanía. Tendrían que matarnos uno por uno a todos los argentinos. Y eso ya no podrán hacerlo jamás.” Doloroso texto. Revela que ni ella (que los conocía de cerca) había vislumbrado la crueldad de sus enemigos. Mataron a todos uno por uno. A todos los argentinos que les incomodaban para imponer sus planes económicos miserables, que arruinaron el país y los enriquecieron. La mataron a ella una y mil veces por medio de la desaparición, la injuria, la negociación política de su cuerpo escueto, magro. No la dejaron reposar en paz. Tenían miedo de una tumba suya en el país. Habría sido el lugar desde donde el pueblo –luego de rezarle, de evocarla y de expresarle ese amor que los hacía arder como ella había ardido– se organizaría. Ese pueblo marginado, excluido, que no podía votar porque estaban prohibidos su partido y su líder, porque la “democracia” de los militares del ’55 podía creer que lo era pese a excluirlos y esa farsa la aceptaron todos, civiles y militares, todos chapoteando durante dieciocho años en el fango de la ilegitimidad, llevando a la juventud al descreimiento político y a su fruto: la violencia.
“Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio o con todo el incendio de mi amor –no lo sé todavía– en contra del privilegio que constituyen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales (...) Pero sé también que a los pueblos les repugna la prepotencia militar que se atribuye el monopolio de la Patria, y que no se concilian la humildad y la pobreza de Cristo con la fastuosa soberbia de los dignatarios eclesiásticos que se atribuyen el monopolio absoluto de la religión (...) Yo no diría una palabra si las fuerzas armadas fuesen instrumentos fieles al pueblo. Pero no es así: casi siempre son carne de la oligarquía.”
También les reserva duras palabras a los dirigentes sindicales que se dejan “marear por las alturas”: “Dirigentes obreros entregados a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas monedas. Los denuncio como traidores”. Contra las jerarquías clericales: “Entre los hombres fríos de mi tiempo señalo a las jerarquías clericales cuya inmensa mayoría padece una inconcebible indiferencia frente a la realidad sufriente de los pueblos (...) Les reprocho haber abandonado a los pobres, a los humildes, a los descamisados, a los enfermos, y haber preferido en cambio la gloria y los honores de la oligarquía (...) Soy católica, pero no comprendo que la religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio”. Acusa a la religión de predicar el sometimiento ante los poderosos, ante esa oligarquía contra la que siempre luchó y que la supo odiar aún más allá de lo que los odiaba ella. “La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pueblos. Tiene que ser bandera de rebeldía (...) Predicar la resignación es predicar la esclavitud. Es necesario, en cambio, predicar la libertad y la justicia (...) Mi mensaje está destinado a despertar el alma de los pueblos de su modorra frente a las infinitas formas de la opresión y una de esas formas es la que utiliza el profundo sentimiento religioso de los pueblos como instrumento de esclavitud.”
Termina pidiendo que “los hombres y las mujeres del pueblo” no se entreguen jamás a la oligarquía. Porque: “Con ellos no nos entenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que nosotros no podremos darles jamás: nuestra libertad”.
Sólo algo más: no sé si me agrada verla a Eva en un billete, sea del valor que sea. El dinero es la mercancía de las mercancías. La mercancía a la que todas remiten. Si no, se retornaría al trueque. La mercancía es el alma del capitalismo. Más allá del dinero –como mercancía absoluta que sostiene el sistema– sólo restan los metales preciosos. ¿Cómo no voy a acordar en sacarlo a Roca de un billete (que es el alma de la clase oligárquica que él consolidó) aunque sólo sea para no verle la cara? Pero la cara de Eva apreciaría verla en otros paisajes. No quiero –cualquiera de estos días– recibir un billete gastado por el uso, por el manoseo de una sociedad que se basa en la acumulación simbólica de esos papeles sucios, y adivinar, detrás, el rostro de Eva. Si ya está, ya está. Pero también está servido el chiste gorila, el chiste que reverdecerá el viejo odio que acompañó a Evita en su vida y a lo largo de la muerte: “Evita volvió y es millones en billetes de cien pesos”. Habrá que buscar que, si vuelve, sea otra cosa. Porque ésa no está a su altura. Será tal vez un honor para cualquier otro, pero una Evita cosificada en la mercancía esencial del sistema que ella abominó no servirá de mucho. Ni le hace honor. El honor que, sin duda, altamente merece esa militante que quemó su vida en el fuego de su propia militancia. Que, con su último suspiro, se preguntó: “¿Sabrán mis grasitas cuánto los amo?”.
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