CONTRATAPA

La muchacha de los bucles de oro

 Por Mario Goloboff *

Cuando en 1870, en la British Library de Londres, donde trabajaba denodadamente y bastante atacado por el ántrax, redactando los manuscritos que más tarde publicaría Friedrich Engels como los tomos que siguen y complementan Das Kapital, el inconmensurable Karl Marx recibió a la enviada del Consejo de la AIT (Asociación Internacional de Trabajadores), lo menos que pudo decirse es que fue gratamente sorprendido. Acostumbrado a tratar con agitados políticos, rudos y convencidos dirigentes proletarios e intelectuales provectos y barbudos, se encontró frente a una joven de 20 años a cumplir, bonita para más, con un largo pelo enrulado de color castaño y ojos azul-grises vivaces, esposa ficticia de un coronel, la cual, por otra parte, había soñado toda su corta vida ir al encuentro del profeta. Versificador en su juventud y en sus ratos de ocio, dibujante y retratista eximio, novelista, dramaturgo, sensible al arte clásico y al de su tiempo, lector como ninguno de William Shakespeare y de El Quijote de la Mancha, con gustos estéticos bien definidos, y humanos, se supone, no menos elevados, el fundador del socialismo científico quedó sin duda encantado ante la figura de Elisabeth Toumanovski.

De ella se sabe que lo tomó como a un padre. Elisabeth, cuyos ascendientes habían sido favorecidos por servicios militares en la época de Alexandre Nievsky con títulos nobiliarios y la posesión de grandes extensiones de tierra en la región del noroeste, cerca del Báltico, procedía de gran cuna, tenía excelentes costumbres y trato, había sido militante de la oposición al zar durante sus estudios en San Petersburgo y participado en Suiza en la creación de la sección rusa de la Internacional, y además venía en delicada misión, por lo que logró su amparo y amistad. Se afincó por unos meses en el seno de la familia Marx, en la casa de Maitland Park, y convivió en un pie de igualdad con su esposa Jenny von Westphalen, su hija mayor del mismo nombre, su segunda, Laura, casada ya con Paul Lafargue (nacido en Cuba y nacionalizado francés, teórico práctico de un anarquismo fundamentalista y proudhoniano, pero adherido a Marx y a la Primera Internacional con devoción), junto a quien se suicidaría entrado el siglo XX, cuando consideraran ser una carga para la sociedad, y con la avisada y muy despierta “Tussy” (Aveling, Eleanor), que apenas tenía dieciséis años.

Pocos meses después, ardía París: la juventud de las escuelas era arrastrada por una fuerte corriente pacifista, acuciada por el conflicto bélico contra los alemanes, y por una tradición revolucionaria renovada por los historiadores que refrescaban el recuerdo de Robespierre y del Comité de Salud Pública; la pequeña burguesía del artesanado y de los compagnon se veía trastornada por las innovaciones de una gran industria, y los obreros parecían empujados por un libertario genial, autor de La eternidad por los astros, que se hacía llamar Blanqui (Louis Auguste), las ideas utópicas de Proudhon y las que se declaraban más racionales de aquel filósofo alemán que vivía en Londres.

Es este quien rápidamente la envía a París como delegada personal, recibida por los líderes de la Comuna con ironía y desconfianza. Pero ella (ya conocida por otros nombres: Elisa Dmitrieff o la princesa Dmitrieff; para los rusos, como Elizaveta Lukinichna Dmitrieva o también por el apellido de su marido, Tomanovskaja) se granjea muchas simpatías, organizando la “Unión de las Mujeres por la defensa de París y el cuidado de los heridos” (con la bretona Natalie Lemel y la legendaria Louise Michel, dueña del restaurante que organizó la alimentación de los combatientes), las ambulancias, el apoyo oratorio en tribunas y clubes políticos, y se rodea de un grupo de combativas mujeres a las que el pueblo comienza a llamar las pétroleuses porque les atribuye la quema de varios edificios oficiales como el de la Alcaldía, la Corte de Cuentas, parte del Palacio Real y del Palacio de las Tullerías. Bastante independiente de criterio, como lo había sido siempre, tiende a discutir por carta hasta con el propio Marx su estancia en Londres, deslizándole la sugerencia de “inacción” durante tan álgidos momentos, montándose en las barricadas, ya perdidosas, con los bucles y el echarpe al viento.

Por la tenencia de todas estas informaciones en manos de la policía, el 26 de octubre de 1872, el Consejo de Guerra de Versalles emite sentencia de deportación perpetua en un campo fortificado de Nueva Caledonia contra la contumaz Elisabeth. Es tarde para eso. Acompañada por el líder sindicalista francés de origen judeo-húngaro Léo Frankel (fundador de la Sección Internacional en Lyon y convertido en ministro de Trabajo de la Comuna), huyen a Suiza; ella quedará en Ginebra y él pasará a Londres, donde a su vez será huésped de Marx. Este, no sin malicia, comentará tiempo después en carta a su hija Jenny que aquél estaba enamorado de Elisabeth y que cuando se enteró de que en Rusia había vuelto a casarse, “Frankel ha sufrido mucho por este golpe inesperado”. En efecto, ella ha vuelto y, muerto su marido, se casa con un noble arruinado de unos treinta años, Ivan Davidovsky, partidario de Mijail Bakunin, quien pocos años después será juzgado con cuarenta y ocho sospechosos de igual origen por un oscuro asunto de estafa en banda y deportado a Siberia; ella lo acompañará y tendrá con él dos hijas.

En Siberia, Vera Nikolaevna Figner, notable revolucionaria populista arrestada por atentar contra Alexandre II, reconoce en sus Memorias de una revolucionaria haber tratado con Elisabeth hacia 1880 en reuniones de opositores al régimen zarista de diversas tendencias. “Según ella, escribe, las condiciones no están maduras para la propaganda socialista hecha entre la juventud rusa en el contexto económico actual.” Terminaba así por cerrarse a toda actividad política en Rusia, donde “se sentía sofocada”. Su marido, una vez liberado bajo vigilancia, se dedicará a la búsqueda de trementina en la foresta siberiana y ella a la de minerales, sin mucho éxito. Para esa época ya viven en Krasnojarsk, considerada una de las más hermosas ciudades de Siberia por el gran Anton Chejov. Justamente con él se ven varias veces allí y establecen una amistosa relación, como se comprueba por menciones de la actriz Olga Knipper, su futura esposa, en carta del año 1899 al escritor, donde afirma que “su protegida E. Tomanovskaja” había llegado a San Petersburgo y le “agradecía por todo”.

Separada del segundo marido y establecida en Moscú, vivió de tareas de costura con sus dos hijas, no pudiendo constatarse su sobrevivencia más allá de la Revolución Rusa del ’17. Hace poco, en marzo de 2007, para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, la ciudad de París dio su nombre a una plazoleta ubicada en el antiguo barrio judío del Marais.

* Escritor, docente universitario.

Compartir: 

Twitter

 
CONTRATAPA
 indice
  • La muchacha de los bucles de oro
    Por Mario Goloboff

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.