Viernes, 16 de mayo de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
La fauna que frecuenta los mercados de pulgas se divide en dos: están los que van en pos de algo indeterminado (y cuando lo encuentran lo atesoran para siempre, y creen que fue el objeto el que los encontró a ellos) y están los que sólo van en busca de cosas que puedan revender con ganancia. El padre de John Maloof era de ésos y así lo crió. En el año 2009, el joven Maloof trabajaba en una inmobiliaria de Chicago y fantaseaba con la idea de hacer un libro de fotos viejas del barrio para venderle a la inmobiliaria, cuando se topó en un remate con una caja enorme, llena de fotos viejas y rollos sin revelar. Pagó 380 dólares. Las fotos eran lindas, pero ninguna servía para su propósito, así que las colgó en eBay, a ver si conseguía sacarles algún billete. Cuando le ofrecieron hasta ochenta dólares por copia, olió buen dinero y decidió averiguar algo más de la anónima fotógrafa. Rebuscó en la caja, encontró un añejo recibo de revelado a nombre de una tal Vivian Maier, cuando tecleó en Google el nombre de la clienta se encontró con un obituario de un par de semanas atrás; el obituario lo habían publicado tres hermanos, gente fina de Chicago: Vivian Maier había sido su niñera entre 1956 y 1972, le dijeron a Maloof por teléfono. Sí, por supuesto sacaba fotos: cada vez que salían a pasear, ella llevaba su máquina colgando del cuello.
Durante quince años, Vivian Maier había llevado de incursión a esos tres hermanos por todos los barrios bajos de Chicago, les mostró un mundo que ellos desconocían, los llevaba también a funciones de cinemateca y museos y cementerios y parques de diversiones y al único bosque en la ciudad en donde se podían comer moras silvestres. Cada vez que salían a la calle, ella llevaba su máquina colgando en bandolera. También se había armado un cuarto oscuro en el bañito que tenía en sus dependencias. Lo supieron cuando se fue, en 1972, porque nunca los había dejado entrar. Tampoco les había mostrado ni una de las fotos que sacaba, ni les había hablado jamás de su familia ni recibido una sola visita nunca. Era una maniática de la privacidad. También era una acumuladora compulsiva. Cuando se fue, se llevó pilas y pilas de cajas llenas de cosas viejas y papeles. Los tres hermanos la dejaron de ver durante años hasta que un día les hizo una visita a la casa familiar. Seguía siendo la misma de siempre, no contó nada de su vida, pero estaba un poco venida a menos, y aceptó que los hermanos la acomodaran en una residencia de ancianos si tenía permiso para ir y venir por las calles, y cuando tuvo una fea caída en el hielo que la mandó al hospital, ellos pagaron las cuentas, y también el geriátrico adonde fue a parar y luego el entierro: habían dispersado sus cenizas debajo del árbol donde comían moras silvestres en su infancia. Eso era todo lo que podían decirle de su querida niñera francesa. ¿Y las cajas?, preguntó Maloof. Los hermanos se encogieron de hombros.
Maloof fue corriendo al depósito donde había comprado de remate su caja de fotos de Vivian Maier. Supo que pertenecía a un lote que se había liquidado por falta de pago. Rastreó a todos los que pudo de los que habían comprado cajas del lote, y terminó haciéndose de casi un centenar de copias de fotos en papel, dos mil rollos sin revelar y más de cien mil negativos de Vivian Maier, además de un sinfín de sombreros y zapatos viejos, cuatro cámaras Rolleiflex y una vieja KodakBox, todas inutilizables, y carpetas y carpetas y carpetas de recortes de diarios amarillentos con noticias de todo tipo y sin el menor hilo lógico. Rebuscando en el papelerío, Maloof encontró unas pocas cartas personales que le permitieron reconstruir de a poco el itinerario de Vivian Maier desde que se fue de la casa de los hermanos Gensburg en 1972 hasta que volvió treinta años después: había seguido trabajando de niñera en la misma zona acomodada de Chicago, pero nunca duró más de dos años con ningún empleador.
Maloof además había colgado las fotos en un blog, contando lo poco que sabía de Vivian Maier y pidiendo a quien supiera algo que se lo hiciera saber, y el blog devino viral, un diario de Chicago contó la historia, un canal de televisión la repitió y el misterio de la Mary Poppins de la fotografía terminó recorriendo el mundo. Lo que hacía doblemente atractivo el misterio es que tenía cara: entre las fotos que había colgado Maloof en el blog había un autorretrato de Vivian Maier. Se lo había sacado contra un espejo en la calle, se la veía con su sombrero hundido hasta las orejas, su tapado indefinible, sus zapatones negros de varón y la cámara en sus manos, a la altura de la cintura, apuntando al objetivo: así la habían visto sin verla cientos y cientos de personas por las calles de Chicago a lo largo de cincuenta años de anonimato. El circuito habitual de validación del mundo de la fotografía (galerías, museos, curadores, críticos, marchands) no tuvo ni tiempo a opinar y Vivian Maier ya había sido consagrada la reina de la fotografía callejera de Chicago. Maloof supo que tenía material de película en sus manos y empezó a rodar un documental.
Rastreó a cada uno de los patrones de Vivian, pero no pudo sacarle mucho a ninguno. A duras penas la recordaban como la excéntrica francesa que llevaba de paseo a los niños a lugares aburridos y les preparaba horribles sandwiches de manteca de maní y durazno de lata y en sus ratos libres se encerraba o sacaba fotos de las cosas que sus empleadores tiraban a la basura (es cierto: a partir de 1975, Maier abandonó el blanco y negro por el color y sus imágenes se hicieron más abstractas; también dejó de revelar los rollos que sacaba). En su película, Maloof se pregunta insistentemente a cámara por qué una niñera sacaba fotos como ésas, por qué Vivian Maier nunca abandonó su profesión para dedicarse a su vocación. Las fotos mismas contestan mejor que los entrevistados. Sin embargo, en el estupor de esos patrones que acaban de descubrir que tuvieron una artista viviendo en su casa sin que se dieran cuenta, empieza a aparecer un formidable dato inesperado.
El personal doméstico, como el fotógrafo callejero, debe ser invisible. Quizás en la profesión de niñera Vivian Maier encontró el camuflaje perfecto para fotografiar al mundo sin llamar la atención. En sus fotos brillan las mismas cualidades que le adjudican sus empleadores como niñera: su capacidad de atención, su estado de alerta (siempre parecía saber lo que necesitaban los niños), su infatigable y callada energía, sus ocasionales arrebatos de generosidad, de dulzura o de franqueza descarnada, su perenne discreción. Es la outsider que logra colarse adentro: adentro de las fotos que sacaba, adentro de las casas de sus patrones y adentro del canon de la fotografía post mortem. Es como si hubiera sembrado paciente y silenciosamente todas las piezas del enigma en esas cajas que dejó en custodia, para que el rompecabezas se armara después de su muerte. O quizá simplemente se olvidó un buen día de pagar la custodia, tal como olvidó que en alguna época de su anónima vida sacaba fotos de gente anónima por las anónimas calles de Chicago.
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