CONTRATAPA

Un pasado que pesa pero no pasa

Por Hugo Mujica *

La vida siempre es vida de alguien, nunca hemos visto la vida por sí misma, siempre la hemos visto como vida en una planta o un animal, un niño o un viejo: la vida es vida vivida, no hay otra. Lo mismo podemos decir del tiempo: el tiempo le pasa a alguien, a un ser, y es el transcurso de su vida; o les pasa a muchos, y es la historia que compartimos, que sumamos.
El tiempo, ese otro nombre para la vida, es tiempo vivido: no pasa, le pasa, siempre, a alguien.
El presente es el lugar, el umbral, hasta donde el pasado llega, llega dándome la experiencia para comprender el presente, presente que es eso, la manera en que asumo mi pasado y desde él me proyecto, abro el presente, creo mi futuro.
Por una conveniente convención pensamos en el tiempo como una línea recta: atrás quedó el pasado, aquí está el presente y, adelante, esperando, el futuro. Esta visión es práctica pero irreal, el pasado es una vivencia, es lo que sigo viviendo hoy, no es una fecha ni un dato. Está en mí, en nosotros, no detrás, no en un lugar.
El pasado, el pasado perfecto, podríamos decir, el pasado cumplido, es el olvido. Lo que no se olvida es lo que aún vive, lo que está en mi presente, lo que sigue siéndolo. El pasado, cuando es presente, cuando no termina de pasar, es reclamo: pide pasar, busca su descanso, quiere ser olvido, es decir, memoria en paz.
Una y otra vez, como en estos días, el pasado más doloroso de nuestra historia, la historia de la dictadura más represiva que hemos conocido, vuelve. Una y otra vez el pasado se hace presente: es presencia: presencia de lo que el pasado no logra encerrar, el dolor que una y otra vez se abre herida. Parte el presente y, desde esa fisura, desde esa herida, se vuelve a presentar, vuelve a doler.
Que el pasado no pase, que vuelva a reclamar justicia, es la deuda que el presente tiene hacia él, es la imposibilidad de un futuro en el que podamos avanzar sin el peso del ayer, sin esa deuda por saldar. Una vez más el pasado nos da una oportunidad, una vez más está aquí, pide ser escuchado, quiere poder callar.
Ante ese pasado que no pasa, esa herida que no cierra, como cristiano que soy, pienso que queda la actitud más noble: el perdón. El perdón que es, precisamente, la posibilidad de volver a comenzar, la posibilidad de que el tiempo no arrastre el peso del pasado, que el hoy renazca puro futuro. Pero el perdón, en verdad, no es algo que se dé: el perdón es algo que se pide.
Si quiero dar una limosna, necesito que el necesitado estire su mano, la abra, reciba el don. Puedo no necesitar su gratitud, pero no puedo prescindir de su aceptación, de su libertad. Si quiero perdonar, necesito que el culpable pida perdón, reconozca su falta: se abra a recibirlo. Y eso, ese pedido –claro y explícito, como es la verdad, como la verdad lo reclama– nunca se ha escuchado, ese pedido de perdón nunca hasta ahora fue escuchado porque no fue pronunciado. Y, por eso mismo, nunca lo hemos podido dar.
Dar una limosna a quien no tiene trabajo, sin reclamar por el derecho que esa persona tiene a trabajar, no es hacer caridad, es humillar a quien se asiste. Así, también el perdón. El perdón pide, primeramente, y como condición sine qua non, el reconocimiento del mal causado: la aceptación de la propia culpa; segundo, propósito de enmienda, de cambio; y, finalmente, reparación del mal cometido. Perdonar a quien no pide perdón no es perdonar, es quitarle la dignidad de poder –algún día– reconocerse culpable: conocer la verdad. Arrepentirse: pedir perdón. El perdón, además, puede dársele sólo a quien reparó sus hechos, física –cuando todavía es posible– o moralmente, cuando, como en nuestra historia, la muerte, lo irreparable, ya se cometió. Si alguien me maltrata, puedo dejar que lo haga, es mi opción, pero sí sé que después de maltratarme a mí va a maltratar a otro, entonces ya no dispongo de mí: debo proteger al tercero, al otro, al próximo. El tercero, el otro, es el deber de la justicia.
De la misma forma, yo puedo perdonar incondicionalmente a quien me ofende a mí, pero no puedo perdonar incondicionalmente a quién ofendió a otro, ofendió, torturó o mató. Recién cuando el deber de la justicia es cumplido, el perdón puede seguirlo, no antes. Antes no es perdonar al culpable, es ser injusto con la víctima. Es ofensa hacia la víctima, no perdón hacia el victimario.
Dios, enseñan los profetas bíblicos, es “justo y misericordioso”... En ese orden... En esa sabiduría.

* Sacerdote y escritor.

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