CONTRATAPA

La cultura del descarte

 Por Sandra Russo

Melina Romero y Angeles Rawson.

“Los que no me quieren, los que no me votan y los que nunca me van a votar saben que no miento y que no voy a traicionar al país. Eso lo saben”, dijo este martes la Presidenta, en uno de los discursos presidenciales más fuertes de los que tengamos memoria los que pasamos los cincuenta. Por la profusión de definiciones políticas y el ácido cuadro de situación planteado, por las precisiones informativas en relación con algunos tópicos –el desmantelamiento de la operación de prensa sobre la localización de una amenaza en su contra, la identificación de algunos operadores económicos vinculados a lo que caracterizó como un intento de golpe de mercado, entre otras–, es imposible no hilvanar ese discurso con otros pronunciados hace años por Néstor Kirchner, advirtiendo sobre las mismas acechanzas, que sólo si no se es latinoamericano o si se vive en un tupper mediático suenan “conspirativas”. Precisamente, la reestructuración de la deuda estuvo signada desde el comienzo por la resistencia de cada uno de los intereses a los que les conviene que el país vuelva a endeudarse para pagar deuda, lo cual no es ni más ni menos que el origen de la tragedia social que la Argentina vivió hace una década.

En febrero de 2004, en San Nicolás, ante la dura posición adoptada por el FMI en relación a la reestructuración de la deuda, que recién comenzaba, decía él: “Que no nos vuelvan a meter miedo. Argentinos y argentinas, con absoluta tranquilidad les pido que estemos con los ojos bien abiertos, yo les voy a ir contando todo, no voy a decir una cosa y a firmar otra. Las responsabilidades que asuma siempre se las iré diciendo, como lo hice hasta ahora, pero los argentinos debemos hacer entre todos la construcción de nuestra identidad nacional. Queremos convivir integrados a un mundo, pero también que ese mundo les ponga freno a los fondos buitre y a los bancos insaciables que quieren seguir lucrando con una Argentina que está quebrada y doliente, y necesita la mano solidaria del mundo para resurgir”.

Se resurgió. Y diez años después de ese discurso, por un lado, la amenaza buitre ya está fundida con un nuevo impulso de la derecha restauradora del orden mundial de los ’80, y por el otro, la conciencia mundial sobre ese llamado que hacía Kirchner en solitario, en 2004, ya reúne consenso internacional para que desde la ONU, y no desde el FMI o el Banco Mundial, organismos ya corroídos por el lobby financiero, surja ese freno al negocio que, viene uno a entender con el curso de los hechos, no es un degeneramiento capitalista que los actores de la economía real tiendan a cercar, sino la punta de lanza de un nuevo impulso de poder concentrado para descartar países, así como dentro de los países se descartan regiones, y así como en la vida cotidiana de esas regiones se descartan sectores enteros de población.

En un vertiginoso viaje de lo macro a lo micro, de lo global a lo barrial, la semántica hace su trabajo de costura, y en eso que el papa Francisco llama “la cultura del descarte” se puede observar eso a lo que él alude, un mundo regido por la especulación financiera, pero también algunas cosas más. La cultura del descarte es esa inercia que hace suprimibles a personas, territorios e ideas, bajo una falsa forma de libertad, porque para qué quieren millones de personas en el mundo la libertad de pudrirse sin que a nadie se le mueva un pelo. “Estamos todos llamados a contrastar esta venenosa cultura del descarte, los cristianos con todos los hombres de buena voluntad estamos llamados a construir una sociedad más humana, paciente e inclusiva”, dijo este lunes el Papa, refiriéndose esta vez a los ancianos. Insiste con los ancianos y los jóvenes, los extremos demográficos que el sistema capitalista, enloquecido o no, abandona a su suerte.

“Me dijeron que me iban a drogar y a enfiestar y que después nos iban a descartar en la calle”, dijo el mismo día Melody, la adolescente que es presentada como testigo clave en la investigación del crimen de Melina Romero. Se refería a que las iban a “usar” y a “tirar” en la calle. En su anterior declaración usó la misma palabra: “A Melina la enfiestaron y después la mataron a golpes. Después descartaron el cuerpo”.

Condenados como estamos –ya no sólo por la concentración mediática sino por la lógica doméstica de los medios comerciales– a prescindir de información que proporcione contexto internacional para medir la escala argentina de algunos grandes problemas –tanto económicos como políticos y culturales–, desde que tomó estado público el caso de Melina Romero se convirtió en esos continuados televisivos que ya conocemos –como lo fue Candela, como lo fue Angeles Rawson–, en los que a pesar del buen tino posible de quienes están a cargo de la información policial o judicial, es la producción y la exposición permanente del caso la que obliga necesariamente a las especulaciones, el hurgueteo en detalles escabrosos, la verborragia de los “especialistas”. Sólo de a ratos logran excusar el morbo. En los tres casos se trató de menores violadas y asesinadas: ni muertos sus cuerpos lograron recuperar la dignidad.

Y es de dignidad de lo que se trata este capítulo que escribe la humanidad entera, leída desde arriba, desde las declaraciones y las acciones de los líderes, o leída desde abajo, desde los sucesos que cotidianamente efectivizan la idea de que existen sectores sociales –mujeres, pobres, jóvenes–, regiones enteras, o países “inviables”, como les decía Cavallo, o “descartables”, si no son funcionales a la generación de renta extraordinaria. También son descartables los presidentes. Mario Vargas Llosa declaró que “si se agota el resquicio de la legalidad” –que por supuesto queda a criterio de “los medios”–, tampoco “hay que descartar un ajusticiamiento” a Nicolás Maduro. Lo dijo y hubo consentimiento mediático: no escandalizó a nadie. Y este miércoles, un grupo de fascinerosos ingresó al domicilio particular del diputado chavista Robert Serra –de 27 años, electo a los 23– y lo mató a puñaladas junto a su esposa, María Herrera. El joven matrimonio fue velado ayer en la Asamblea Nacional, mientras se descartaba un robo y comenzaba la investigación de ese crimen político.

En la Argentina, ese “hacer entre todos la identidad nacional” de la que hablaba Néstor Kirchner era la propuesta que no se ceñía al kirchnerismo, tal como se puede entender literalmente. Siempre se trató de un convite. Un hagámoslo. Pero uno a uno fueron defeccionando, atrapados como están en la necesidad de diferenciarse del oficialismo como fuere, incluso, como afirmó, sorprendente, el socialista Hermes Binner, creyendo en la mano invisible del mercado y asegurando luego que, de acceder al gobierno, será “respetuoso de la primera economía del mundo”.

El problema es cuando la primera economía del mundo te falta el respeto a vos. El problema, en los últimos doscientos años, nunca fue qué tan irrespetuosos somos los latinoamericanos, sino cómo hacemos para que nos respeten a nosotros. ¿Hay que volver a repasar cómo nos fue con las relaciones carnales? Diez años no es nada, salvo que se ponga en marcha un dispositivo enorme para fabricar apariencia de amnesia y de estupidez para entusiasmar a alguien con la piedra con la que ya tropezamos y nos fracturó.

Echando, despidiendo, cerrando, excluyendo, suprimiendo, descartando, son gerundios conocidos que buena parte de la población de este país no quiere pronunciar más. El problema no lo tienen los que sostienen las banderas, sino los que las fueron bajando una por una. Lo único que falta es que vengan a hablar de la “nueva política”, cuando lo que tienen en mente es la idea más vieja del mundo, la de Caín.

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