Sábado, 4 de octubre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › ANTICIPO DE EL MILAGRO BRASILEÑO. COMO HIZO BRASIL PARA TRANSFORMARSE EN POTENCIA MUNDIAL, DE JOSE NATANSON
Por José Natanson *
El viernes 9 de octubre de 2013, a las diez de la noche, Brasil se paralizó. A una hora en la que la gente sale a pasear o cenar, hace deporte o vuelve a su casa después del trabajo, las grandes ciudades lucían desiertas. Como ante la inminente llegada de una invasión de zombies tropicales, prácticamente no se veía a nadie caminando por las veredas ni autos circulando por las calles, y las pocas personas que andaban lo hacían con el paso nervioso de los que saben que el tiempo apremia. Salvo los bares y restaurantes con pantalla gigante, muchos de los cuales ofrecían un menú especial para el evento, los negocios estaban vacíos o directamente cerrados. Y era fácil ver, desde las veredas, el brillo titilante y como nervioso de las pantallas encendidas en los departamentos, las casas, las casillas de las favelas o cualquier otro lugar en donde hubiera un televisor. La previsión de las autoridades ante un fenómeno que se venía anunciando desde hacía tiempo llevó a reforzar la distribución de energía y logró evitar los cortes frente a una demanda eléctrica que, poco antes de la hora señalada, pasó de 65 mil a 69 mil mW, una diferencia equivalente al doble de la generación de las dos usinas nucleares de Angra dos Reis.
Era, claro, el capítulo 179, el final, de Avenida Brasil, que midió 49 puntos de rating, es decir unos 80 millones de personas, y terminó de convertir a la telenovela en la más vista de un país que bate records en materia de culebrones. Con una impecable factura técnica, actuaciones excelentes y una delicada combinación de drama, suspenso y humor, los héroes y villanos de Avenida Brasil son pobres y ricos, pobres que se vuelven ricos y ricos que se hacen pobres. Pero la clave del suceso, lo que explica los récords de audiencia y la pasión realmente multitudinaria con la que fue vista, discutida y vista otra vez en las cientos de miles de copias piratas que circularon, es que, a diferencia de otras producciones de la Red Globo, ambientadas en los barrios más lujosos de Río o San Pablo y donde las periferias urbanas se muestran como un ambiente dominado por la pobreza y la violencia, la novela proyecta una mirada totalmente novedosa sobre la nueva clase media, que los sociólogos, con una sensibilidad poética menos desarrollada que los libretistas, llaman “clase C”.
Integrada por aquellas personas con ingresos de entre 1126 y 4854 reales, se trata de una suerte de “nueva clase media” o, según algunos análisis, de una “clase media emergente”. Un sector que ha crecido hasta convertirse en el más ancho de la compleja, desigual y muy dinámica estructura de clases de Brasil. Y que es uno de los resultados más notables de la intensa transformación social que vive el país, que también puede comprobarse en la plebeyización de ámbitos que hasta hace pocos años estaban reservados a las elites, en general universitarias, casi siempre del centro y sur y siempre, indefectiblemente, blancas. Un impulso democratizador que abarca universidades, restaurantes, espectáculos y playas, y que no deja afuera ni siquiera al transporte aéreo: según datos oficiales, el 11 por ciento de los brasileños adultos que subió a un avión en 2012 lo hizo por primera vez en su vida.
El asombro ante este tipo de novedades es el origen de este libro, un intento por explicar el proceso de transformación que experimenta Brasil y que ha llevado a buena parte de la prensa internacional a hablar de un nuevo milagro.
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La economía brasileña es tres veces mayor a la argentina y ochenta veces más grande que la boliviana. En 2011 superó por primera vez a la del Reino Unido y se convirtió en la sexta más grande del mundo, y se estima que en los próximos años sobrepasará a Francia y Alemania. Más importante aún, Brasil es el tercer receptor de inversión extranjera directa del planeta y la única potencia emergente, salvo Rusia, capaz de garantizar su soberanía energética y alimentaria, crucial en un mundo cuyos conflictos giran cada vez más alrededor de las fuentes de energía y las materias primas. Todo esto en el marco de una notable solidez macroeconómica. En el juego de rol latinoamericano, Brasil ha reemplazado a Chile como el alumno modelo.
Y junto al despegue económico, la transformación social, cuyo rasgo más significativo es una reducción sostenida de la pobreza. Según datos de la Cepal, la pobreza pasó del 36,4 por ciento en 2005 al 18,6 en 2013. En números absolutos, 35 millones de personas superaron la condición de pobres desde la llegada al poder del PT. Pero lo más importante es que la pobreza cae todos los años, incluso en los momentos de crisis económica, lo que confirma que no se trata de una mejora circunstancial sino de un cambio profundo: la vieja Belindia se está convirtiendo en un país de clase media, aunque sea la clase C que vive y sufre en Avenida Brasil.
Si esto fue consecuencia de la baja inflación y la reducción del desempleo o de las políticas sociales es todavía objeto de discusión, pero de lo que no hay dudas es que el Estado brasileño viene desplegando una serie de iniciativas de inclusión inéditas, que van desde la suba continua del salario mínimo hasta un conjunto de programas entre los que brilla el Bolsa Familia, que con 46 millones de beneficiarios es el plan social más masivo de la historia del mundo, pero que no se acaban ahí: el Plan Brasil Sonriente, por citar uno específico pero muy querido, provee asistencia odontológica gratuita en un país que, en el momento de ser lanzado, tenía 30 millones de desdentados.
La consecuencia electoral de este movimiento tectónico de la estructura social es el surgimiento de un nuevo sujeto político, el lulismo, basado en una transformación del electorado del PT, que originalmente se apoyaba en los trabajadores sindicalizados y las clases medias urbanas progresistas y que, desde la asunción de Lula en 2003, se fue desplazando hasta quedar conformado, cada vez más, por los sectores más empobrecidos de la sociedad, un cambio de base social que llegó junto a un modificación geográfica de sus votantes, del centro y sur del país al nordeste. Igual que la transformación social, y en buena medida porque es su consecuencia, el realineamiento político no es episódico sino permanente: el lulismo, que no es otra cosa que el encuentro entre la izquierda partidaria y las masas empobrecidas, se ha convertido en el sujeto hegemónico de la política brasileña.
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Brasil se proyecta como actor global. Las condiciones están dadas: Brasil pasó de importador a exportador neto de energía, es la única potencia emergente con sus fronteras consolidadas, el primer exportador mundial de hierro, carne, café y azúcar, el segundo de soja, maíz y naranjas, cuenta con la tercera fábrica de aviones más importante del planeta (Embraer), la segunda petrolera más valiosa (Petrobras) y el banco de desarrollo con más préstamos (Bndes). En camino a transformarse en un hegemón regional, Brasil tiene superávit comercial con todos los países sudamericanos salvo con Bolivia, equivale en territorio, población y PBI a la mitad de todos ellos sumados, limita con todos menos dos e incluso comparte 673 kilómetros de frontera con... Francia (la Guayana es un territorio de ultramar de la República de Francia).
Sus empresas se despliegan por todo el mundo pero sobre todo por los países vecinos, donde, como en Bolivia o Paraguay, controlan porcentajes importantes del PBI. Pero incluso en naciones económicamente más diversificadas la presencia empresarial brasileña es abrumadora, como demuestra este caso: un argentino que se levanta temprano un sábado a la mañana para hacer algunos arreglos hogareños con cemento producido en Loma Negra y clavos fabricados en Acindar, calzado con zapatillas Topper y vestido con un uniforme de trabajo Pampero, y que al mediodía, cuando termina, cansado y sucio, se humecta las manos ásperas con crema Natura, come una hamburguesa Swift con una cerveza Quilmes y luego, como se quedó con hambre, otra hamburguesa, pero Paty, para más tarde sentarse a ver en su televisión Sony un programa cuyo rating es medido por Ibope, hasta que se aburre, porque los sábados no dan nada, y sale en su Peugeot 207, pasa por un peaje de las Autopistas del Oeste que paga con una tarjeta del Banco Patagonia, carga nafta en una estación de servicio de Petrobras, llega a la canchita de fútbol y se calza sus botines Olympikus para jugar un partido con sus amigos, que prefieren los botines Penalty, y que cuando terminan se toman dos cervezas Brahma, para después, ya de noche, volver a su casa, calentar en el horno una pizza Sibarita y tirarse a dormir con su vieja y querida remera Hering... De principio a fin, todo fabricado y provisto por empresas brasileñas.
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Las protestas más importantes de la historia reciente de Brasil comenzaron el 6 de junio del 2012, cuando el Movimiento Pase Libre convocó a una marcha por la Avenida Paulista, en el corazón de San Pablo, en rechazo al aumento de la tarifa de transporte público. Antes, este nucleamiento horizontal y sin líderes, organizado a través de la redes sociales y autodefinido como apartidario, había realizado diferentes actos en otras ciudades, como Natal y Salvador, con convocatorias en general modestas. Pero ese día fue diferente: el reclamo por el incremento de 3 a 3,20 reales congregó primero a unas dos mil personas y luego, en los días siguientes, a cada vez más gente, en un comienzo jóvenes estudiantes de sectores medios a los que luego se fue sumando un número creciente de habitantes de los barrios populares de la periferia, indignados por la ineficiencia y la lentitud de un sistema de transporte que representa, según las encuestas de consumo, el segundo gasto más alto de las familias de bajos recursos después de los alimentos, y aproximadamente un tercio del salario mínimo de un trabajador.
La explosión tenía su lógica. Como demuestra la historia reciente de América latina, la tarifa del transporte suele ser un catalizador de la indignación popular. La explicación es simple: a diferencia de otros precios, como los de los alquileres o alimentos, cuyos incrementos son graduales y dispersos, el transporte no depende de miles de decisiones privadas sino de una sola disposición pública. Esto significa que cualquier aumento tiene la doble potencialidad de unificar en el rechazo a toda la población e identificar a un único responsable, tal como sucedió con el Caracazo venezolano de 1989 o con el Gasolinazo boliviano de 2011. Sin embargo, las protestas de junio no deberían ser leídas como una simple reacción al incremento de la tarifa. De hecho, con el paso de los días, a la multiplicación de actos y marchas en diferentes ciudades y la creciente heterogeneidad de las movilizaciones, se fueron sumando otras consignas, entre las cuales se destacaba un reclamo por el estado, en general muy defectuoso, de otros servicios públicos.
El gobierno del PT, en efecto, viene desplegado una serie de iniciativas de política social de una amplitud inédita en la historia, que sin embargo no han sido acompañadas con avances equivalentes en servicios como salud y educación, a menudo presionados por los propios programas sociales (el Bolsa Familia, por ejemplo, incluye una serie de condicionalidades que potenciaron la demanda). Del mismo modo, la ampliación de la clase media y la mejora de los niveles de consumo generó fenómenos asociados con consecuencias negativas: el aumento explosivo de la venta de autos –si en 2001 circulaban por las doce principales ciudades de Brasil 11,5 millones de autos, en 2011 ya lo hacían 20,5 millones– obviamente agudizó el problema del tránsito: según los estudios, un tercio de la población de San Pablo dedica tres horas diarias a moverse por la ciudad, principalmente en ómnibus cuya velocidad promedio es de... ¡12 kilómetros por hora!
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El salto hacia delante de Brasil también tiene su costado negativo, sus tragedias y sus sombras. Su protagonismo internacional es tan evidente como sus problemas de seguridad en el Amazonas, la dificultad para construir procesos de integración sólidos con sus vecinos y la creciente sensación, sobre todo en los países más pequeños, de que hay un no sé qué imperialista en sus renovadas ambiciones de liderazgo. Desde el punto de vista económico, el despegue no ha logrado superar el problema de un crecimiento mediocre, que en promedio se sitúa por debajo del latinoamericano y que en la última década fue apenas la mitad que el argentino, junto a una preocupante primarización productiva: hoy Brasil depende de la agricultura y la minería más que en cualquier otro momento desde el inicio del proceso de industrialización. Del mismo modo, la reducción de la pobreza es mucho más importante que la de la desigualdad, que disminuye pero más lentamente y todavía sitúa al país en los primeros lugares del ranking mundial de inequidad.
Es el lado oscuro del milagro, cuyo aspecto más dramático es la creciente violencia urbana. Un brasileño tiene cuatro veces más posibilidades de sufrir un homicidio intencional que un argentino, un chileno o un uruguayo. Pero si ese brasileño es varón, en lugar de cuatro tiene ocho veces más chances de morir asesinado; si además es joven, tiene 16 veces más posibilidades; y si es varón, joven y negro, tiene 30 veces más chances. En ese caso tiene más o menos las mismas posibilidades de sufrir un homicidio que si viviera en Kandahar, Mogadisco o Ciudad Juárez.
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La mirada final se resume en el epílogo: una comparación entre el desarrollo de Brasil y la Argentina, dos países que hasta hace poco tiempo apenas se conocían, a tal punto que los argentinos cometen el españolismo de atribuir a los brasileños un lugar común (o mais grande do mundo) que directamente no existe (en portugués se diría o maior do mundo). En el rápido repaso de un siglo de historia paralela, el capítulo final tiene el tono afligido de los viejos tangos. Este libro es, en definitiva, un intento por entender esa sensación, sin folklorizar el análisis de un país que sólo puede ser contado en todos sus matices pero que indudablemente ha logrado un salto al desarrollo que es a la vez económico, político y social, como si siguiera el apotegma que Theodor Roosevelt inventó para Estados Unidos pero que se aplica perfectamente al futuro brasileño. “Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia”.
* Director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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