Viernes, 14 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
Cuando se suicidó Yasunari Kawabata, tres años después de ganar el Nobel, un norteamericano de aspecto frágil y voz aún más suave dijo por la televisión nipona, en perfecto japonés, que era un gesto de nobleza de Kawabata hacia Yukio Mishima, una manera de equilibrar la balanza. Kawabata había apadrinado a Mishima cuando éste era joven, celebró cada uno de sus libros y se incomodó mucho cuando le dieron el Nobel, porque poco antes Mishima había terminado su obra capital, la tetralogía El mar de la fertilidad. Kawabata presidió el funeral de Mishima, aun considerando insensato aquel harakiri tristemente célebre, porque sabía cuánto había deseado su ex discípulo ese Nobel que le habían dado a él, y cómo “se le había despejado el camino a la muerte” a Mishima cuando puso punto final a su tetralogía y vio pasar el premio frente a sus narices. Kawabata dejó correr dos años antes de matarse sólo por discreción y recato, pero así había que entender su muerte, como un gesto que honraba tanto a su emisor como a su receptor. Lo asombroso del asunto es que todo el establish-ment literario japonés y el público en general no sólo toleraron sin cuestionar esa opinión de un extranjero, sino que incluso la adoptaron como propia.
Cuento brevemente cómo llegó hasta Japón ese norteamericano llamado Donald Keene (rebautizado por los japoneses como Donaburo Kinu): a los dieciséis años, cuando era un becario pobre en Columbia, compró en una librería de saldos, a 59 centavos, una edición en dos tomos del Genji Monogatari, la novela más antigua del Japón, traducida por el legendario Arthur Waley. La compró por barata pero amó la historia, y amó la traducción, y se inscribió en el único seminario sobre pensamiento japonés de Columbia, justo cuando vino Pearl Harbor: era el único alumno, pero el profesor le dio clase igual, hasta que la marina reclutó al joven estudiante, lo fletó a San Francisco y lo puso a estudiar japonés doce horas por día en una unidad de traducción e interpretación de documentos, antes de mandarlo al Pacífico Sur (cuando EE.UU. entró en la guerra había sólo cincuenta soldados en todo el ejército que sabían japonés).
A bordo de un portaaviones, esquivando los pilotos kamikaze japoneses, Keene recibió un día un encargo: un cajón maloliente lleno de cuadernos húmedos escritos a lápiz en japonés. El mal olor y la humedad eran a causa de la sangre; pertenecían a soldados nipones muertos en batalla. El ejército americano prohibía a sus soldados llevar diarios, pero las tropas japoneses recibían cada año nuevo un cuaderno donde poner por escrito su lealtad al emperador y la patria: los superiores podían pedírselos en cualquier momento. Pero cercano el momento de la derrota, los soldados dejaban de lado las consignas y escribían sus sentimientos. En uno de ellos, en la última página, Keene encontró un mensaje en inglés que pedía, al soldado americano que encontrara ese diario, que por favor lo entregara a su familia después de la guerra.
Ese fue el primer contacto que tuvo con japoneses de su tiempo, de su edad. Poco después vino el momento de conocerlos cara a cara: en los interrogatorios a prisioneros. Uno de ellos lo felicitó por su conocimiento del idioma y sus modales respetuosos y le pidió con lágrimas en los ojos que después de la guerra se quedara y ayudara a la reconstrucción. Al entrar en Tokio devastado por las bombas, Keene encontró un cuadernito entre las ruinas de la estación de Ueno, donde un japonés anónimo había escrito, durante el bombardeo: “Miro a mi alrededor, todos se mueven con respeto, nadie empuja a nadie, aunque estamos todos asustados. Quiero vivir entre esta gente, quiero morir entre esta gente”. Keene sentía lo mismo, pero lo mandaron de vuelta a su país. Aprovechó las becas a veteranos de guerra para anotarse en Harvard, en la cátedra más respetada y exigente de japonés que había en EE.UU. Consiguió una beca a Cambridge para estudiar con Waley. Pero en los claustros se trataba el japonés como una lengua muerta, así que quemó las naves y se fue a vivir a Kyoto.
Tenía treinta años cuando llegó, en 1951. Cinco años más tarde tradujo y publicó una antología en dos tomos que dio a conocer a todo Occidente la obra de Tanizaki, Kawabata, Mishima, Kenzaburo Oé y Kobo Abe. Todos ellos estaban vivos, nadie los había traducido hasta entonces: eran la cara oculta del Japón derrotado. Eran algo más, para Keene: una literatura de alcance universal. Le llevó tiempo convencer a Occidente (en sus memorias cuenta que, horas después del suicidio de Mishima, sonó su teléfono en Japón y le ofrecieron el doble por las traducciones que hasta entonces tenía que rogar que le publicaran), pero antes convenció a los propios escritores japoneses del apelativo universal que tenían sus obras, en aquellos primeros tiempos de posguerra en que comenzaba el síndrome de Estocolmo de los nipones con Estados Unidos. Mientras Japón se americanizaba, mientras el haiku y la pintura ukiyóe eran vistos como arte decorativo, de segunda categoría, Keene encaró una historia de la literatura japonesa que creyó que le llevaría dos años y terminaron siendo veinticinco, tradujo mientras tanto toda la obra de Basho y a la vez empezó a escribir en japonés para japoneses, les contó cómo los veía el mundo y cómo veían el mundo ellos. Rescató perlas de olvidados diarios de viaje y anónimos diarios íntimos, eso que los japoneses llaman “libros de almohada” porque se escriben a escondidas antes de dormir.
Japón adora a Keene pero sigue sin saber del todo qué hacer con él. Hasta el día de hoy, cada vez que un nipón le tiende su tarjeta, aunque acabe de oír hablar a Keene en perfecto japonés, elige invariablemente una que esté en caracteres occidentales, no en kanji. El dice que se sintió japonés el día en que fue capaz de sentir al fin el levísimo aroma de los ciruelos, cuando ocurre la famosa floración. Tenía ochenta años: “Los ciruelos han florecido”, supo desde su cama al despertar, antes de ver la explosión de pétalos blancos al otro lado de la ventana. Lo contaron los diarios nipones luego del desastre nuclear de Fuku-shima, cuando los extranjeros abandonaban Japón en tropel y Keene, en cambio, pidió la ciudadanía nipona. Tenía para entonces noventa años, honoris causa de Columbia, Cambridge, La Sorbona, Heidelberg y Moscú, tenía incluso la máxima condecoración que da el emperador, pero las autoridades japonesas le exigieron su título de graduación (el de la secundaria, ya que nunca terminó sus estudios universitarios). Keene les dijo que lo había perdido en el trajín de los viajes, que su escuela había sido demolida hacía años y que podía ofrecerles sus honoris causa, pero las autoridades japonesas le respondieron que eso no contaba: una cosa es un certificado de estudios y otra cosa es una de esas distinciones que les dan a los que no tienen estudios. Se lo dijeron por escrito, y en caracteres occidentales, por supuesto. Donaburo Kinu conserva la carta, enmarcada en un cuadrito en su pared.
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