Viernes, 28 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
Art Pepper no podía cantar. No podía tararear una melodía siquiera, pero agarraba el saxo y te llevaba al cielo sin escalas. “Naciste fallado, blanquito”, le decían riéndose los negros que tocaban con él. Art Pepper tocó incómodo y vivió incómodo hasta que probó por primera vez la heroína, a los veintiuno, y descubrió él mismo ese cielo al que transportaba a quienes lo oían tocar: con heroína adentro desaparecían los demás, los equívocos, la incomodidad. El infierno que venía después no le importaba, porque ya vivía en él de nacimiento. “Nací con un don”, decía Art Pepper, con su voz cascada y su sonrisa torcida. Y cuando parecía que iba a hablar de música (porque en ambas costas de Estados Unidos se sabía, en los años ’50, que había un blanquito de California que nunca había estudiado de verdad, que nunca ensayaba y que a veces ni siquiera tenía instrumento propio porque lo había empeñado o perdido, pero en cada jamsession a la que lograban arrastrarlo dejaba a todos extasiados), él decía, en cambio: “Nací con un don, hermano, el de resistir castigos que la sociedad considera intolerables”.
Art Pepper no podía cantar, pero hablaba como si fraseara, en extraordinarios riffs envolventes, si lograbas ponerlo a hablar. Su tema favorito era cómo había descarrilado su vida; por donde empezara era un viaje sin retorno; invariablemente hechizaba a quien escuchara. Aprendió en San Quintín: “En la calle nadie te escucha más de un minuto, pero en la cárcel, si sabes hablar, la gente puede escucharte tres horas seguidas sin decir ni mu”. Su tercera y última mujer, Laurie, lo conoció desahuciado, en un centro para adictos llamado Synanon, cuando Art tenía cuarenta y cinco y ya no tocaba, ni tenía interés en hablar. Era 1970 y la política de estupefacientes en California cambió de un día para otro: en lugar de hacer lo posible por devolver a la cárcel a los drogones que salían en libertad condicional y reincidían, ahora hacían lo posible para no volver a encerrarlos, porque las cárceles empezaban a rebasar. Cada arresto sufrido por Art había sido por consumo y posesión y cada condena, por negarse a buchonear al traficante que le había vendido: “Mi único crimen fue no delatar a nadie, ni siquiera a los que me delataron a mí”. Por esa razón sobrevivió en prisión: los soplones que llegaban a San Quintín recibían lo suyo en cuanto se apagaban las luces del pabellón, la primera noche de su condena.
Laurie Pepper estuvo cinco años grabando a Art cuando salieron de Synanon. Grabando y después leyéndole y corrigiendo lo leído hasta que Art aprobaba el sonido, la entonación de cada párrafo. El único hilo conductor que tenía Laurie era el prontuario policial de Art y su dispersa discografía, que un fanático se había tomado el trabajo de catalogar, porque Art nunca en su vida supo ni le importó en qué día vivía. Así estuvieron cinco años, todos los días, ella consiguiéndole lugares para tocar a la noche, encargándose de llevarlo y traerlo después de tocar para evitar que se le escapara y se perdiera en la noche, Art podía traer amigos a casa si esos amigos eran de confianza, porque con ellos se animaba a hablar, y se acordaba de cosas que Laurie grababa y al día siguiente le leía. Así logró finalmente un mamotreto de quinientas páginas. Primero trató de venderle a Penthouse las partes más picantes, pero los de Penthouse se asustaron de la franqueza impenitente de Art, así que Laurie siguió peregrinando y juntando páginas hasta que encontró, en una pequeña editorial muy seria de música, un fan de Art que se animó a publicar el libro, y en las redes subterráneas del jazz corrió enseguida la voz: la autobiografía de Art Pepper (titulada, con exquisitez macabra, Una vida ejemplar) era como escucharlo tocar lo que nunca había tocado, el lado oscuro de su sonido.
De joven, cuando empezó con el saxo, Art se preguntaba: “¿En qué estoy fallando? ¿Por qué no consigo sonar como ningún otro?”, hasta que el casi difunto Lester Young lo oyó tocar y le dijo: “Porque ese sonido es sólo tuyo”. Art trató de copiar a Charlie Parker, después a Coltrane (al salir de prisión, para estar en onda), pero siempre desembocaba en su sonido personal. Porque no se contentaba, como los virtuosos, con explorar sólo la melodía y la estructura de un tema: también tenía que internarse en sus consecuencias emocionales. Art hacía música autobiográfica incluso cuando tocaba temas ajenos. “La verdad es belleza, y viceversa, cuando toco”. El problema en el jazz había empezado, según Art, por culpa del virtuosismo. La obligación de ser siempre diferentes, de sorprender, de no quedar nunca atrás de la ola, de no salirse nunca de síncopa, había dado como resultado mezquindad y envidia: todo músico de jazz tenía miedo de que otro tocara mejor y ocupara su lugar; los negros sentían que el jazz era de ellos; nadie dejaba espacio para nadie en esa carrera hacia ningún lado, era imposible tocar en armonía salvo colocado de heroína, ésa era la única manera de tocar jazz que quedaba, según Art. Pero, para ser sinceros, a Art le gustaba más la heroína que tocar. Llegó a darse catorce dosis diarias, se dejaba la jeringa clavada para simplificar, en la cárcel se estupidizaba con puñados de pastillas para epilépticos que robaba de la enfermería o robaban para él otros presos que admiraban su música. La única fraternidad en la que creyó, más que en la música, era la cárcel, el lugar donde más le gustaba que lo apreciaran.
Cuando salió de Synanon, descubrió que la metadona, combinada con cocaína, le producía el efecto justo de la heroína que ya no podía meterse más en el cuerpo si no quería morirse, y su idea no era parar. Ese fue el arreglo con Laurie: metadona y tiritos de cocaína de alta pureza, dosificados a lo largo del día. Por un tirito, tenía que hablar por lo menos media hora al grabador, y así pasaban las horas, hasta el momento de ir a tocar. Porque esa autobiografía le dio a Art unos últimos años de amplio reconocimiento. Fue a tocar a Japón, a Europa, hasta se animó a ir a Nueva York. Laurie se encargaba de todo, les pagaba a los músicos, decidía quién podía venir a hacer trasnoche con Art en el hotel, a todos lados llevaba el maletín con la metadona y la cocaína. Art sabía que no le quedaba mucha vida por delante y el plan era vivir colocado hasta el fin de sus días. Cuando llegó el momento y hubo que correr al hospital (“¿Por qué al hospital? ¡La gente muere en los hospitales!”), Laurie lo dejó un rato en la camilla para hablar con el médico y al volver lo encontró encorvado esnifando un dedal de coca: “Si tengo que morir, que sea a gusto”. Laurie se quedó a su lado acariciándolo y llamándolo por todos los sobrenombres cariñosos que tenían entre ellos hasta que él murmuró: “Eso, eso es lo que necesito: amor”. Dos coronas de flores llamaron la atención en el entierro: una de gardenias y orquídeas blancas, del dealer que los proveía de metadona y cocaína (“Para Art, lo mejor”), y otra, más grande aún, de los presos de San Quintín (cuando se enteraron por radio de la muerte de Art hicieron una colecta en la prisión; pusieron todos, hasta los guardias).
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