Viernes, 20 de febrero de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
En Japón idolatran a los virtuosos del piano, pero si un músico cancela un concierto a último momento, las consecuencias son despiadadas. Al famoso Benedetti Michelangeli, una vez que se negó a tocar le confiscaron su piano personal y lo declararon persona non grata de por vida. Martha Argerich suspendió una vez un concierto en Tokio, el último de su primera gira por Japón, que venía siendo apoteótica: hasta el emperador iba a estar presente, pero Martha se peleó mal con su pareja de entonces, el director de orquesta Dutoit, y se tomó un avión a Alaska sin avisar a nadie. A cualquier otro no se lo hubieran perdonado pero a ella sí, porque al año siguiente volvió, pagando el pasaje de su bolsillo, y dio catorce conciertos gratis. Eligió al mismo organizador que la había llevado a juicio y le hizo ganar catorce veces la indemnización que pedía, pero llevó de asistente en la gira a un angoleño peludo como un mono (uno de los tantos jóvenes virtuosos que Martha apaña cuando acuden a ella en crisis), y lo sentó a su lado en cada concierto para que diera vuelta las páginas de la partitura. El angoleño vestía una túnica sin mangas, y en Japón la exhibición de pilosidad masculina es considerada casi tan obscena como la cancelación de un concierto, pero nadie dijo nada porque Martha Argerich es algo más que humano para los japoneses: cuando se sienta al piano, tocan un hombre y una mujer a la vez, toda la fuerza de lo masculino y toda la gracia de lo femenino envuelven a la audiencia en simultáneo, y a eso hay que sumarle la adrenalina de la incertidumbre hasta último momento.
Martha Argerich ha tocado con lumbago, con una muela infectada, con la ceja recién cosida, en silla de ruedas, en minifalda (una vez que le perdieron la valija en el aeropuerto), con briznas de pasto en el pelo (una vez que se le hizo la hora de tocar cuando caminaba descalza por un bosque), pero son más famosos los conciertos que suspendió. Lo que la sofoca desde que tenía ocho años es la vida del virtuoso en el mundo de la música clásica: “No quiero ser una máquina de tocar el piano. Un solista vive solo, toca solo, come solo, duerme solo. Y eso es muy poco para mí”. Daniel Barenboim, que la adora, dijo: “Martha es un cuadro sin marco. Hizo lo imposible por destruir su carrera pero no lo logró”. El primer concierto que canceló fue a los diecisiete, “para saber qué se sentía”. A los veinte, con una fulgurante carrera por delante, estuvo tres años sin acercarse a un piano, mirando televisión en un departamentito en Nueva York, cuando se le acabara la plata trabajaría de secretaria: para algo iban a servir esos dedos demoníacamente rápidos. A pocas cuadras vivía su admirado Horowitz. La idea era encararlo y decirle lo que tantos jóvenes virtuosos en crisis han ido a decirle a un colega admirado: “Sálveme. Ayúdeme a volver a tocar”. Pero nunca se animó a hablarle: Horowitz llevaba diez años sin tocar en público, se sometía a periódicas sesiones de electroshock y sólo aceptaba hacer discos si iban a grabarlo a su casa. Argerich, como bien sabemos, volvió a tocar. Después de su consagración en el Concurso Chopin en Varsovia de 1965, aceptó que la arrastraran a Abbey Road a grabar un disco porque en Londres estaban todos sus amigos. La depositaron frente al piano, pidió una cafetera llena, se quedó mirando vacilante el teclado y después tocó tres veces de corrido el repertorio que había elegido: dejó la cafetera vacía y se fue sin escuchar las tomas siquiera. Se instaló en una especie de pensión musical llamada el London Club, un alegre nido de virtuosos (Barenboim, Jacqueline Du Pré, Nelson Freire, Fou-Tsong, Kovacevich), con un solo teléfono a la entrada que atendía el que pasara, y goteras, y pianos y sofás apolillados y ceniceros que rebasaban, y total libertad y camaradería: estaban los que iban ahí para tocar y los que iban para no tocar. Para casi todos era un interludio dichoso nomás, antes de seguir con su vida; ella entendió que quería vivir así siempre. Alquiló un viejo orfanato del siglo XIX en Ginebra (cuya puerta no tenía llave), lo pobló de pianos y gatos y sofás y recibió a cada joven virtuoso en crisis que acudía a ella para rescatarse. Los adoptaba hasta que se recuperaban, jugaban al dígalo con mímica y al baile del rabbi Jacob, cocinaban para las hijas de Martha y las cuidaban cuando ella salía de gira, porque en el medio Argerich tuvo tres hijas con tres hombres distintos pero la vida en comunidad le daba el aire que le quitaba la vida en matrimonio.
En un hermoso documental que filmó su hija menor está la historia íntima de madre y cría. En una escena están todas, ya adultas, sentadas en el pasto pintándose las uñas de los pies; las hijas deciden pintar cada dedo de su madre de un color diferente. Annie, la del medio, la chispeante (hija del ya mencionado Dutoit), dice que su recuerdo más nítido de la infancia es estar echada abajo del piano, mirando hasta dormirse los pies descalzos de su madre. “Esto es mamá, más que el pelo, el cigarrillo y el mohín: ¿dónde han visto pies tan enormes y tan femeninos a la vez?” Stephanie, la menor, la torturadita (directora del documental e hija del mencionado Kovacevich), cuenta la primera vez que acompañó a su madre a tocar: el calvario que fue la previa (“Todo es muy solemne, muy dramático, no me gusta, me siento rara, tengo fiebre, no quiero tocar”), la angustia con que escuchó todo el concierto desde bambalinas, con las manos agarrotadas, hasta que vio a su madre avanzar hacia ella: “Yo estaba exhausta y ella diez años más joven”. Lyda, la mayor, la más sufrida y la única que ya es madre (además de cellista profesional), les recuerda cuando operaron a Argerich de un feo melanoma en 1999: después de tres horas y media en quirófano lo radiante que salió, en contraste con el agotamiento de los cirujanos (se había negado a que usaran escalpelo electrónico para abrirle la caja torácica: “Un pianista necesita todos los músculos de su cuerpo para tocar”).
Hasta el día de hoy Martha Argerich necesita hablar en el escenario con la persona que tiene más cerca mientras toca y le desagrada que le besen la mano o que le quieran tocar el pelo. Ya no vive en Ginebra sino en Bruselas, pero la nueva casa sigue llena de gente, gatos y pianos. Como Chejov, que construyó una casa para su familia y sus amigos y una cabaña alejada para irse a escribir, ella tiene una covachita en París donde sólo entran un piano, una cama, un televisor y una foto de Liszt pegada con cinta scotch en la pared. Su próximo proyecto es una pensión para artistas retirados, como la que fundó Verdi en Milán para los cantantes que se quedaban sin voz. De todas sus formidables confesiones ocasionales (“Cuando los pianos no me quieren, no los toco”; “Creo que nunca me sentí exactamente mujer; sólo alcanzo a ver la nena de cinco años y el muchachito de catorce que hay en mí”; “Chopin es celoso, excluyente, te hace tocar mal cualquier otra cosa que toques”; “¿Cómo estuve hoy: como un caballo salvaje o como un caballo de calesita?”), mi preferida, porque la pinta de cuerpo entero, es: “Soy un poco infantil. Si lo fuera del todo no lo diría”.
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