Jueves, 17 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Enrique Medina
Céline pide un café en la vereda de Coronel Díaz. Relee el contrato-base que discutirá con Sergio Leone, que llevará al cine el Viaje al Fin de la Noche. El mozo se va dejándole el café sin los sobrecitos de azúcar. Céline, al guardar el contrato percibe la falta del mozo y levanta el brazo para que desde adentro del bar se aviven de que él reclama. Sorpresivamente, casi jauría de indios, salen los mozos bromeándole a los bramidos que use los sobrecitos que desde siempre se guarda en los bolsillos. Putea, Céline. ¿Quieren que venga a esta pizzería vestido de smoking ceremonial, estos pelotudos? Nunca más volveré. Lo de siempre: todos se ensañan con él, lo persiguen y lastiman desde que escribió esa putísima novela. ¿Cómo explicarles a estos garrufanes que todas las tardes va al hospital a visitar a su madre y que ella tiene todo prohibido y que toma el té dulce gracias a que él provee los sobrecitos a escondidas? Mañana irá enfrente, al bar Acqua Nova, donde atienden chicas amables. No debe escapársele nada del contrato, hay que desconfiar de estos tanos que filman spaghetti-westerns creyéndose Hollywood. La película puede volverme a ubicar en este destripado circo que vivimos; incluso podré mejorar mis contratos con Gallimard. Sin dejar propina se va caminando por Billinghurst y en la vidriera de una librería de viejos ve, ubicados en los estantes superiores, dos de sus novelas agotadas. El viaje y Cartas de la cárcel. ¡Ah, qué suerte! El ejemplar de Sergio está tan hecho moco que es imposible usarlo de base para el guión. Mira el precio y se quiere morir. ¡Estos son unos chorros, a ese precio entro al cielo sin pedir perdón! Lo piensa. Calcula el efectivo que tiene. Le alcanza. ¿Vale la pena como regalo de Navidad? No... ¿Y si después me arrepiento? Sería lo normal para seguir en la tortuosa historia de mi puta vida... El libro está agotado y ésta es una buena ocasión... Y, sí, dale, así hacemos un mejor guión. Si la película es buena, ya que voy a porcentaje hago una buena diferencia, como me aconsejó mi querida Lucette; paso al frente y les hago un corte de manga a los que me persiguen. Entra, Céline, convencido. La vendedora, que está comiendo frío en el platito de plástico, al verlo con tan mala traza, tan poca cosa, sin afeitar, despeinado, preso recién escapado o cartonero con mala suerte, ya se predispone mal. El medio se da cuenta, y poniéndose del lado de ella, piensa: y eso que no sabe del lorito en mi escritorio cagándose en mis originales y el gato Bébert rayando los muebles. Pero igual pide el libro en lo alto haciendo alusión al precio marcado. Lo hace de modo chusco y para la vendedora eso ya es suficiente para quitarse de encima a este pesado pindonga que sólo viene a escorcharle el almuerzo. ¡No, ese libro es caro, es un libro importante para lectores importantes! ¡Y yo no me voy a molestar en bajarlo para que lo manosee y luego volverlo a su sitio! ¡Ese fue un escritor importante y por eso tiene ese precio, porque sus libros están agotados, y chau gracias! Céline se queda de una como el perfecto caballero que siempre fue. No le gustó “ese fue”, pero sí lo de “importante”. Duda, y, como siempre lo ha hecho en vida, reflexiona antes de proceder, para no equivocarse; aunque verdaderamente siempre le ha ido como el traste cuando ha querido ser prudente, por lo que pensando ser amigable, sin darse cuenta le sale decir: ¡Y usted sabe quién soy yo, eh, quién carajo es usted, eh! ¡Antes de prejuzgar hay que mirarse la viga en el ojo propio, eh, yo soy Céline y me cago en ese libro! Fuera de sí, Céline se encrespa y le bronquea a la vendedora que ella es una agente de inteligencia que lo persigue... La vendedora toma conciencia de que está ante un hecho grave y con disimulo marca el número de la policía mientras
Céline le grita que fue voluntario a la gran guerra y se quedó con un brazo inútil, soplidos en los oídos y dolores eternos en la cabeza, y que el libro es toda su maldita y putísima vida, pero escrito por amor a Elizabeth Craig... La vendedora, como ve que la policía tarda y para tener mayor seguridad por su vida, llama a los bomberos. Céline, fuera de sí, le gruñe que incluso el presidente Sarkozy le iba a hacer un homenaje pero el Nuevo Orden Mundial se lo impidió, y yo estoy en Argentina porque me llamó mi amigo el actor Robert Le Vigan que se hizo peronista y trabajó en algunas películas aquí, y en Francia había personificado a Cristo, ¡justo él!... Asustada, la vendedora, porque nadie llega en su auxilio y viendo que el maltrazado acentúa su vehemencia con visos de locura, decide llamar al loquero Vieytes. Céline explica que el mundo es tan mierdoso que está escribiendo su último libro dedicado a los animales, porque la gente hoy en día tiene menos decencia y nobleza que un clavito torcido y oxidado. Ahora arremete con sus amigos del alma que siempre lo apoyaron... ¡¡¡Arletty, la gran actriz de la Francia gloriosa y Michel Simon, y Marcel Aymé, y Georges Bernanos, son mis amigos!!!, y también Bukowski, y Miller, y los putos de la generación beat hasta querían chupármela! La vendedora cree desvanecerse y se sostiene del mostrador justo cuando se escuchan alarmas, aullidos y pitos y matracas y cae la policía, y detrás los bomberos, y la ambulancia de locos. Céline mira hacia la calle y se pone contento porque piensa que le vienen a hacer el homenaje, pero no. La policía le apunta para que levante los brazos y lo arrastran del pelo. Los bomberos abren las mangueras y la librería se inunda porque no tiene salida de emergencia. Los libros de Céline a precio de dólar quedan ahogados sin remedio ni reposición, y él, ahora tironeado por la policía de un brazo y por los de la ambulancia del otro, no deja de gritar en su defensa en medio del infernal ruido: ¡Maldita leche que los parió, parenlá che, que soy Céline, y ojito que tengo un grupo de argentinos que me apoyan: Muape, Pérez, la Tenaglia, Kenis, Ojea, Bianco, Farías, Munaro, los Marcos, Vento, Medina... ¡Esa es una banda de fascinerosos-pornógrafos igual que vos, franchute-atorrante!, grita el que le pone el chaleco de fuerza: Vos podrás ser Céline, Messi o el Papa-peronista, y a mí me importa un pomo, meté el brazo acá así te abrocho. No se rinde Céline, lamenta: Tuve razón cuando escribí que la vida era un punto de luz que termina en las sombras... ¡En las sombras te meteremos! Céline no se rinde: ¡Volveré! ¡Y les cagaré encima, bufones de telgopor acaroinado, métanse la cabeza en bolsitas de plástico y háganse la del mono, que ni sirven para gorilas! ¡Mamarrachos destilados, y por favor, y en serio che, que alguien le avise a Sergio Leone que por fuerza mayor no acudiré a la cita, soreeeteeesss! Y la ambulancia parte a grito pelado. La policía, áspera por quedarse con las manos vacías, de prepo mete en el patrullero a la vendedora que, con un pequeño ventilador portátil, trata de secar los libros empapados de Céline. La gente se arremolina, pregunta, y alguien afirma que sólo fue un vago intentando asaltar la librería.
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