Jueves, 17 de diciembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Julio Maier *
No deseo escribir estas líneas como jurista sino como ciudadano de a pie, porque me siento avergonzado de mi profesión de abogado, aunque ya no la ejerzo. Parece que nuestras facultades de Derecho producen especialistas en “chicanas”: artimaña de mala fe para obtener algo que se desea. No voy a descubrir nada si me refiero al gobierno del Sr. Macri, pues su largo gobierno de la CABA ya había puesto de manifiesto la utilización de reglas de aplicación excepcional como procedimientos de uso permanente, siempre antidemocráticos, contrarios al cacareo republicano de la coalición que él preside. Puedo entenderlo a él porque nunca lo creí demasiado informado ni un ejemplo para una república democrática y porque ostenta el título de ingeniero –¿será ingeniero?–, extraño al mundo jurídico. Pero me avergüenzo de sus asesores, funcionarios y prestos a aceptar funciones, que ejercen en la práctica el título de abogado –incluidos en ese colectivo los jueces y otros funcionarios judiciales–, que, como dije, no parecen haber aprendido en nuestras facultades otra cosa que proponer chicanas como soluciones.
Tal comportamiento ya se observaba en la falta de respeto por los parlamentos de nuestros abogados –record Guinness de vetos, cautelares y otras artimañas leguleyas–, pero alcanzó su cenit con aquella demanda que un fiscal y una jueza decidieron para fijar el día y la hora de finalización constitucional del cargo de presidente de la Nación y la necesidad ineludible de que nuestra república viva doce horas según la regla excepcional de la sucesión presidencial, situación que debería repetirse cada vez que un presidente cumpla el período de su mandato (en purismo: hasta cuando es reelegido). Fui consultado desde el extranjero por esa situación extraña, me avergoncé y no supe qué contestar.
Pero no había visto todo lo posible ni lo máximo, digno del record Guinness. Ayer fui consultado nuevamente por esto de los dos jueces de la CSJN designados por decreto y sin acuerdo del Senado, claramente evitado por el Sr. Presidente y sus letrados por razones obvias de cantidad de votos parlamentarios, que no le alcanzan para tornar efectivo sus deseos, y por un sentimiento extraño de necesidad, que sólo ellos pueden explicar. Este procedimiento, extraño a las prácticas democráticas de nuestra Constitución bien entendida, como buen padre de familia, y a nuestras instituciones, me llenó de vergüenza como ciudadano de este país y revivió en mí recuerdos relativos sólo a gobiernos autoritarios, militares, productos de golpes de Estado. Sin embargo, deseo ser sincero, no conozco bien a ninguno de los propuestos –que, se supone, han aceptado el método de nombramiento– y es posible que sólo a uno de ellos lo haya visto y hasta leído anteriormente. El descubrirlo allí me causó profundo dolor, pues, si no me equivoco, él era uno de los discípulos académicos de quien yo considero un verdadero demócrata, ejemplar, a quien respeto sobremanera. El maestro, seguramente, no le enseñó chicanas; dicho en general, tampoco parece haberle abierto del todo los ojos a quienes les regaló su sabiduría.
Eso pasa en ocasiones, algunas veces. La reiteración de episodios de este tipo es lo que yo llamo corrupción de las costumbres.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal.
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