Jueves, 28 de enero de 2016 | Hoy
Por Hugo Soriani
Jorge Cúneo es cordobés y cabo de la Fuerza Aérea. Mecánico de aviones para ser más precisos. Es, además, inventor. Cúneo inventa cosas, algunas sirven y otras no, en eso se parece a todos los inventores. Lo que lo diferencia es que él está preso. Ocupa una celda en el fondo del pabellón “nueve bajo”, en el “Instituto Penal de las Fuerzas Armadas”, más conocido como el Penal de Magdalena.
Es una cárcel sólo para militares. Junto a él, en el mismo pabellón, conviven un grupo de militantes populares de diferentes organizaciones que han sido detenidos mientras cumplían el servicio militar obligatorio, “la colimba”. También hay suboficiales y sólo un oficial, cuyo único delito es ser peronista confeso.
El cabo Cúneo no sabe muy bien porqué lo detuvieron y menos sabe porqué lo torturaron. A él no le importa la política y jamás se comprometió en ninguna causa que pudiera llevarlo adonde está. Además lo torturaron mucho porque como no sabía nada, nada podía confesar.
Pero Cúneo se la banca con dignidad. Es uno más entre los presos políticos y de a poco se suma al grupo, que lo adopta y lo respeta. Jorge es simpático, generoso y corajudo. Ha tenido éxitos y fracasos con sus inventos, a veces útiles y otras desopilantes, pero en su vida como militar se ha hecho fama de “resolvedor” de problemas. Su capacidad de improvisar soluciones con pocos medios y mucho ingenio lo hizo popular entre sus superiores, que acudían a él tanto para que arreglara la hélice de los helicópteros y los motores de los aviones, como para solucionar cualquier desperfecto que necesitara alguien con mayor habilidad que sabiduría. Jorge Cúneo tenía pocas herramientas pero muchas ideas, además de tener siempre la mano tendida.
Pero ahora está preso y el ’78 no es un buen año para los detenidos políticos que pasan a ser rehenes de la dictadura. La represión arrecia en las calles, y en ese pabellón de Magdalena los presos son privados de las pocas comodidades con las que cuentan, entre ellas un pequeño calentador a querosene, con el que preparan el agua para tomar mate. Ya no hay calabazas, ni yerba, ni bombilla ni nada. Pero ese pabellón de Magdalena tiene a Jorge Cúneo, el inventor.
Y Jorge rápidamente adapta un tubo vacío de desodorante para usarlo de calabaza, e improvisa una clásica birome Bic como bombilla, con la sencilla idea de sacarle el tanque y hacerle con una aguja de coser pequeños agujeritos en su capuchón, que permiten el paso del agua pero no de la yerba. Cúneo ya cuenta con la calabaza “Odorono” y la bombilla “Bic”. La yerba se la acercará alguna mano solidaria y clandestina. Sólo le falta calentar el agua para volver a tomarse unos buenos mates amargos, como en su época de suboficial, cuando junto a la tropa se juntaba para sacarse el frío cordobés de los hangares, que calaba los huesos.
Jorge piensa y piensa mientras camina por su celda, hasta que en un rincón ve la lata de leche Nido vacía que usa para hacer sus necesidades. Las celdas del Penal no tienen inodoro y los celadores solo abren las puertas dos veces al día. Cuando los horarios del cuerpo no coinciden, hay que resignarse a usarla.
Jorge le hace pequeños agujeritos a la tapa de la lata, lo que quiere averiguar es si la caca, luego de algunos días de guardada, emana butano, el gas que puede producir fuego, como aprendió en las clases de química de la escuela de suboficiales, y con eso reemplazar al calentador. Como perdió la libertad hace varios años, pero la cordura todavía no, Cúneo sabe que más que un invento, lo que va a intentar es una travesura que le puede traer represalias en caso de que lo descubran, pero decide correr el riesgo. Si logra al menos una efímera llamita puede ser el principio de algo más trascendente, y hacia ello va el cabo.
Días tras día Jorge huele con la esperanza de que el butano aparezca, pero el gas se hace desear.
Varias veces le pregunta a Garber, compañero de penurias y químico de profesión, si el experimento es posible. Garber lo alienta, pero se niega a acercar su nariz a la lata, porque el olor que sale de ella no es precisamente agradable, y ni rastros del butano.
A la semana Cúneo pierde la paciencia y decide acelerar o abandonar definitivamente el experimento. Consigue una vela y fósforos que alguien le pasa y empieza a calentar la lata con la llama de la vela, como le aconsejó el químico para acelerar el proceso.
El butano no lo consigue, lo que consigue, nadie sabe bien porqué, es que salte la tapa de la lata y su contenido se desparrame por el piso y las paredes de su pequeña celda.
Jorge se sorprende pero no se amarga. Llama al celador a los gritos desde su lugar en el fondo del pabellón nueve, y tanto grita que está descompuesto y que necesita ir al baño, que el guardia de turno se apiada y le abre la puerta. Ante la vista de Cúneo con su lata en la mano y la celda manchada en pisos y paredes, el Celador retrocede y pregunta alarmado, “pero Cúneo, ¿qué pasa acá, qué es lo que ha hecho, carajo?” Y Jorge, con su tonada y su tranquilidad cordobesa, le responde: “Nada mi Sargento, no me pude aguantar, yo le venía avisando que estaba descompuesto...”
Jorge Cúneo, el inventor, estuvo detenido ocho años y recién cuando salió se enteró el motivo. Un primo lo había afiliado al PC sin consultarlo. Y, como todos saben, el personal de las Fuerzas Armadas no puede estar afiliado a ningún partido político, pero mucho menos, al Partido Comunista.
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