Jueves, 28 de enero de 2016 | Hoy
Por Selva Almada
Hace unos años íbamos a La Esmeralda, un pueblo uruguayo, y en la ruta me llamó la atención un gran cartel que decía: Se fabrican prótesis ortopédicas aquí. Lo leí al pasar y no estaba segura de haber leído bien. ¿Una fábrica de prótesis ortopédicas en el medio de la nada, en el campo? Pensándolo bien me pareció que no era un mal sitio para un emprendimiento así: en el campo ocurren muchos accidentes con tractores, arados, herramientas de trabajo afiladas y peligrosas, no debía ser tan raro que la gente perdiera sus extremidades de este modo.
Cuando regresábamos, nos detuvimos. Quería ver bien el cartel y la entrada que indicaba. Atrás de la tranquera, a unos doscientos metros se levantaba una adorable casita de campo: en algún lugar de esa casa o tal vez en un galponcito levantado en el fondo, alguien fabricaba miembros falsos: patas de palo, ganchos y pinzas complejas para mancos.
De vuelta en mi casa, me metí en internet a ver cómo era eso de fabricar prótesis fuera del circuito industrial, de un modo más artesanal. Encontré varios emprendimientos así. En alguna entrevista un hombre contaba que le había enseñado el oficio a su hija y que trabajaban juntos en la pequeña empresa familiar.
Si ya había un relato en ese cartel, que la fabricante fuera una mujer lo hacía más atractivo.
La primera vez que se publicó, en la revista La mujer de mi vida, el título fue “El reflejo”. Ahora volvió a publicarse como parte del libro de relatos El desapego es una manera de querernos, bajo el título “El dolor fantasma”.
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