Sábado, 1 de octubre de 2016 | Hoy
Por Sandra Russo
La realidad argentina está cruzada, en los medios, por un falso dilema entre la mentira y la verdad. Aceleradamente, los debates mediáticos sobre todos los temas se vuelven cotorreos en los que indefectiblemente dos polemistas, uno defendiendo a Cambiemos y el otro cuestionándolo, trepan a un punto insoportable en el que uno le dice al otro “estás mintiendo”, y el otro le contesta “no mientas más”.
Como si la mentira y la verdad estuvieran atadas no a hechos sino sólo a interpretaciones, las diferentes problemáticas –el desempleo, el hambre, el desmantelamiento del Estado, la precarización laboral, los delitos crecientes, la censura, la fuga de capitales, la violencia institucional, etc.–, se van aplanando en la vida pública, bajando su precio discursivo y argumentativo, limitadas a “estás mintiendo” y “no mientas más”. Esa inercia no es inocente: hacia allí va el agua de centenares de molinos mediáticos, elaborando esa costra que blinda las discusiones y las reduce a una cuestión antojadiza y pasible de ser encuestada. Podrían acompañar esos debates, todos los canales, con la pregunta a la audiencia: “¿Usted a quién le cree?” Exactamente como si el periodismo no existiera. Es ahora cuando el oficialismo gobernante, dotado de muchos más recursos de poder real que los gobiernos anteriores –que cualquier gobierno democrático anterior–, puede saltearse al intermediario. Los medios exponen las cuestiones como si fueran tablas rasas en las que cada polemista inscribe su capacidad para interrumpir al otro y superponerse con un timbre de voz más alto. Ese pareciera ser el actual arte de la política: gritar más fuerte o ser capaz de repetir diez veces seguidas la misma frase, usándola como escudo.
En esos debates y cualquiera sea el horario o el panel, habrá gente de Cambiemos repitiendo lo que debe decir, en el esquema baja línea más apabullante y mareador conocido hasta ahora. Son ellos los que tienen al medio a su favor: el medio y sus periodistas hacen de marcianos, de extranjeros, de visitantes, de repartidores mal habidos de la palabra. Ya se ha sostenido aquí que repetir no es hablar, porque el habla de la repetición está muerta. Y sin habla, no hay diálogo posible. El Pro proclama un diálogo inexistente, y el medio en cuestión (El 99 por ciento de los medios) hace que le cree. Desde este punto de vista, no hay más que colectivos alquilados para hacer de colectivos, y personas seleccionadas para que hagan de choferes, pasajeros o, en los estudios de televisión, de periodistas, en un despliegue coral de simulación.
Ese tajo de la mentira y la verdad nos atormenta, porque el permanente enmascaramiento de la verdad como mentira y viceversa, produce dolor psíquico. Esa angustia, y hasta esa violencia, ancla en nuestros reflejos más tempranos. Nos alcanza como una flecha que viene del pasado de cada quien, nos atraviesa como un veneno para el alma: es precisamente la desconfianza hacia las propias percepciones lo que desencadena muchas enfermedades mentales. Desde nuestro fondo de mamíferos, para nuestra supervivencia, necesitamos los sensores físicos, mentales y emocionales para ubicarnos en tiempo, espacio y circunstancia para poder defendernos de los peligros. Los dispositivos que sistemática y masivamente nos niegan lo que percibimos y nos arrullan con su manipulación, no hacen otra cosa que despojarnos de nuestra propia lectura de la realidad, que incluye las historias de nuestras propias vidas, sus logros, sus pérdidas, sus accidentes. Esos dispositivos que hacen pulsear permanentemente a la mentira con la verdad no sólo niegan lo que nos pasa: nos niegan a nosotros mismos, porque la misma pregunta por la mentira y la verdad es un eslabón más de la mentira generalizada.
El Pro le llama “sinceramiento” a todo lo que hace cuando le sale mal o no puede afrontar sus consecuencias. Todos sabemos perfectamente que así como llueve de arriba para abajo y no al revés, al Pro no le interesa la gente simple. Es así de sencillo. No le interesa. Lo supimos siempre, está a la vista, se lee en los CVs de los funcionarios, se mastica con la indiferencia con la que circulan algunas noticias vinculadas a lo social, o mejor aún, con la indiferencia que hace que otras noticias no circulen y no se constituyan en tales.
Es a fuerza de estas simulaciones discursivas, de estas pulseadas de mentira-verdad, del despliegue del artilugio del “sinceramiento” que pende de bocas de funcionarios, periodistas, dirigentes con presuntos bríos opositores y sindicalistas perennes, que cada día nos vemos obligados a volver al punto de partida de cualquier discusión. Ese aparato de lenguaje tiene por objeto retardar, negar, desviar las percepciones colectivas, obstruir el camino a un sinceramiento sin comillas de lo que tiene en mente el Pro para la Argentina. No lo puede decir. Es insoportable lo que toma forma mientras las palabras dejan de servir para la comunicación.
El Pro cabalga una ideología que incluye pufs para tirarse a tomar sol en las plazas elegantes pero es inconmovible frente al dolor de las necesidades básicas insatisfechas. No sólo no le importan esas interrupciones en el camino hacia “algo mejor” que estaba en marcha: le molestan esos que dicen que no comen, esos que dicen que no tienen trabajo, esos que dicen que no aceptan la poda a sus salarios, esos que se niegan a aceptarse a sí mismos como a criaturas silvestres que, después de todo, si alguna vez comieron lomo o terminaron la escuela o se pusieron los dientes, fue por equivocación. El Pro no gobierna para llevar paz, pan y trabajo, ni tierra, techo y vivienda para los pobres que se multiplican como moscas y que taponan como en 2001 las puertas de muchos edificios cercanos a las plazas donde, de día, sus habitantes experimentan una vida cuyo jugo se logra con el arte de respirar profundo, pensando en ángeles o siendo itgirl. El Pro vino a hacer el trabajo sucio que ahora el FMI felicita. No es la televisión, es la experiencia la que nos devuelve una imagen de país patético que no soporta su propia autonomía.
Más allá del Indec, de la UCA, de la medición que quieran, lo que desembarca sobre este mapa poblado en una estruendosa mayoría por gente simple, es el repetido, el horroroso paisaje de la quiebra. Que duele más ahora que antes, porque ahora se podía partir precisamente no de ese punto fijo ficticio de la crisis inminente, como necesita el Pro, sino desde el lugar de una acumulación material y simbólica cuyo mejor y único depósito, hoy, es la conciencia popular. Contra ahí apuntan. Contra esa reserva de la propia potencia colectiva. Nada les garantiza a los predadores que podrán arrancar carne en ese zarpazo.
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