CONTRATAPA
Los trabajos del mentir y el desmentir
Por Juan Gelman
Desde que la comisión independiente que investiga los atentados terroristas del 11/9 dio a conocer la semana pasada un informe preliminar en el que establece “no tenemos evidencia creíble de que Irak y Al Qaida cooperaran en los ataques contra EE.UU.”, el presidente Bush recorre todas las esquinas de la abarcadora palabra “relaciones”. Como se sabe, las hay de todo tipo, de odio, de amor, carnales, amistosas, y en estos días un W. a la defensiva declaraba: “Este gobierno nunca dijo que los ataques del 11/9 fueron orquestados por Saddam y Al Qaida”. O: “La razón por la cual insisto en que hubo una relación entre Irak y Saddam y Al Qaida es porque hubo una relación entre Irak y Al Qaida”. O: “Nunca dije que Saddam tuviera que ver con los atentados del 11/9. Dije que había relaciones entre Sa-
ddam Hussein y Al Qaida”. Una imagen semejante a la del animal encerrado que choca contra las paredes y no encuentra cómo huir. Las paredes no son de poca monta: integran la comisión investigadora diez conspicuos demócratas y republicanos, elegidos por consenso de ambos partidos, que tuvieron acceso a documentos muy clasificados de los servicios de inteligencia de EE.UU. y entrevistaron a centenares de ex espías, especialistas en la materia, políticos, funcionarios y miembros del gobierno, por ejemplo el propio W. Bush. Empeñado ahora en desmentir a W. Bush.
En su discurso sobre el estado de la Unión de enero de 2003, el mandatario norteamericano aseveró: “Saddam Hussein ayuda y protege a terroristas, incluso a miembros de Al Qaida”. Esgrimió luego una acusación muy concreta: “Irak envió (a Afganistán, base operativa de Bin Laden desde que fue expulsado de Sudán) expertos en la fabricación de bombas y la falsificación de documentos para trabajar con Al Qaida. Irak también le proporcionó capacitación en el uso de armas químicas y biológicas”. En carta al Congreso de fecha 19-3-03 anunció oficialmente su decisión de invadir Irak y explicó que la legislación estadounidense en vigor autorizaba el desencadenamiento de una guerra contra aquellos que “planearon, autorizaron, intervinieron o colaboraron en los ataques terroristas del 11 de septiembre”. En su notorio mensaje del 1º-5-03 sobre el fin de la guerra con Bagdad que todavía no termina, enfatizó: “La liberación de Irak es un avance crucial en la campaña contra el terror. Hemos derrocado a un aliado de Al Qaida”. La comisión concluye, en cambio: “Se dice que en 1994 Bin Laden pidió (ayuda a Hussein), pero Irak nunca respondió”.
El vicepresidente Dick Cheney, acompañado por los “halcones-gallina” del Pentágono, los editorialistas del Wall Street Journal y de otros medios importantes, denunció durante meses con ahínco que el 9-4-01 un oficial de la inteligencia iraquí se había reunido en Praga con Mohammed Atta, el líder de los terroristas del 11/9. “Con base en la evidencia disponible –dice la comisión–, incluidas las investigaciones de las autoridades checas y de EE.UU., no creemos que tal reunión se produjo.” Cheney no se inmuta: el 17-6-04 manifiesta que “nunca se probó (que la reunión tuvo lugar), nunca se refutó”. La CIA, la comisión, el registro de los llamados telefónicos de Atta y otras evidencias prueban que el terrorista se hallaba ese día en Florida. Pero se trata de un simple detalle y el vicepresidente no es detallista.
El escándalo de las torturas infligidas a prisioneros iraquíes y el informe de Human Rights First sobre la existencia de 26 centros de detención de las fuerzas armadas estadounidenses –la mitad, perfectamente clandestinos– en Afganistán, Irak, Pakistán, Jordania y aun en buques de guerra, han provocado un vuelco en la línea informativa y editorial de los principales medios norteamericanos. Antes apoyadores y concesivos, hoy critican sin tapujos las formas que asume la ocupación de Irak. Esto irrita al vicepresidente Cheney: “escandalosa” y “malévola” le pareció la cobertura de The New York Times del informe de la comisión investigadora. Se quejó del despliegue que tuvo y tiene el tema de la cárcel de Abu Ghraib: “De esas informaciones se desprende que el gobierno de EE.UU. practica la tortura como política, y eso no es verdad”. La verdad se encuentra en el memorándum que el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, aprobó el 6-3-03, poco antes de la invasión: para obtener datos de inteligencia, prescribe, “las restricciones corrientes al uso de la tortura pueden no respetarse” (véase Página/12, 13-6-04).
El informe de la comisión revela que en realidad ayudaron a Osama bin Laden dos aliados irrestrictos de EE.UU. en “la guerra contra el terrorismo”, Pakistán y Arabia Saudita. Lo hicieron por intermedio del régimen talibán o de manera directa. El reino saudí permitió que Osama recolectara fondos, reclutara adeptos e instalara células de Al Qaida en todo el país. Organismos militares y servicios de inteligencia paquistaníes coordinaron diversas operaciones con los talibanes y Al Qaida. Y ni se piense que EE.UU. se propone “llevar la democracia” al régimen feudal de Arabia Saudita o derrocar al dictador de Pakistán. Como alguna vez dijera la embajadora Jeane Kirkpatrick, “hombre” de Reagan y de los dos Bush: “Hay que distinguir entre las dictaduras de los enemigos y los gobiernos autoritarios de los amigos”. Entre los últimos se contaban por entonces Videla, Pinochet y otros sanguinarios ejemplares de la raza humana.