CONTRATAPA › A 20 AÑOS DEL NOBEL
César Milstein y Tiburcio Padilla
Por Leonardo Moledo
Tiburcio Padilla. Recordemos este nombre de importancia en la historia de la ciencia argentina, de incidencia en la marcha de la medicina en general y el conocimiento de la naturaleza y el hombre. Tiburcio Padilla. Tiburcio Padilla. Tiburcio Padilla.
En el año 1963, en medio del fragor militar que derrocó a Arturo Frondizi, José María Guido, presidente provisional del Senado, asumió de apuro la presidencia de la República. La jura de los nuevos ministros se produjo de inmediato, y un tal Tiburcio Padilla se hizo cargo del Ministerio de Salud Pública.
Una de sus primeras decisiones fue intervenir el Instituto Malbrán, relevando del cargo a su director, Ignacio Pirosky, y nombrando en su lugar a un señor apellidado De la Barrera, que asumió en calidad de interventor interino y se tomó muy en serio las implicancias de su apellido.
A saber: de un plumazo borró a cuatro integrantes de la División de Biología Molecular del Malbrán, sin consultar a su jefe. Y resulta que el jefe de la División de Biología Molecular del Malbrán se llamaba César Milstein.
En el momento de las cesantías se estaba en la etapa crucial de un programa de estudios genéticos de enzimas y proteínas, todos muy avanzados para el contexto de entonces, incluso a nivel mundial, en una época en que la genética no tenía ni el volumen ni la importancia que tiene hoy: era 1963, y hacía escasamente diez años que Watson y Crick habían desentrañado la estructura de la doble hélice de ADN. La medida del interventor constituyó una ofensa para Milstein, que esgrimió la autoridad ganada durante sus estudios en Cambridge. Pero De la Barrera tenía plenos poderes para lo que mejor le pareciera, y ni siquiera por simple cortesía dio explicaciones a nadie. De la Barrera. También es bueno recordar ese nombre.
El ánimo personal y profesional de todo el staff, como puede suponerse, no era el mejor. La Asociación de Médicos Profesionales (AMP), que por entonces se formó al solo efecto de combatir tales decisiones, comenzó a hacer pública una posición dura frente a los despidos. También mantuvo reuniones con científicos reconocidos, como Leloir (que no había obtenido aún su Premio Nobel), y se entrevistó con el propio ministro, Su Excelencia Tiburcio Padilla, intentando torcer las decisiones, y al no obtener respuestas decidió enviar cartas a los diarios dando cuenta de la situación que se estaba viviendo en el Malbrán.
Según contó más tarde Celia, la esposa de Milstein: “Alguien se la tenía jurada al director de nuestro instituto. La situación se hizo insostenible. Recuerdo que formamos una especie de sindicato para defender al director y eso molestó al gobierno. Pedimos el apoyo del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y nos dijeron: ‘Ustedes quédense tranquilos, contra ustedes no tenemos nada, es sólo contra el director’. Pero era mentira. Despidieron al presidente y al secretario de esa especie de sindicato que habíamos formado”.
La atmósfera que reinaba en el Malbrán se completaba con la sensación generalizada de que allí se estaba desarrollando una campaña aviesa de persecución antisemita. Por esos tiempos también se llegó a escuchar en los propios despachos oficiales que la biología molecular y la genética de microorganismos eran cosas extrañas emparentadas con el esoterismo, posición visionaria si las hay.
El asunto es que los cesanteados fueron once, a los que hubo que sumar otros trece profesionales que presentaron sus renuncias en forma solidaria, entre ellos César Milstein y su esposa Celia Prilleintensky. Veinte años más tarde, Pirosky recordaba que en una reunión celebrada en el Instituto se había pedido que los no cesanteados permanecieran en sus cargos. Pero Milstein estaba harto de las gestiones, las estratagemas, la espera de respuestas que nunca llegaban, de las reuniones, de las cartas a los diarios... Escribió su renuncia, y listo.
Aunque con matices diferentes, muchos otros científicos argentinos habían ya tenido sus Tiburcios Padillas y sus De la Barreras. Luis Federico Leloir debió emigrar del país en 1943, luego de la disolución del Instituto de Fisiología dependiente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Algo parecido le pasó a Bernardo Houssay, que después del golpe del ’43 estampó su firma en una carta colectiva mediante la cual se solicitaba el respeto irrestricto al espíritu de la Constitución Nacional de 1853 y enseguida fue alejado de los claustros universitarios.
Poco antes de haber redactado su renuncia, Milstein había enviado una carta a su colega y ex padrino en Cambridge, Frederick Sanger, en la que le decía que “estaba disponible”. Cambridge reaccionó enseguida, y César y Celia hicieron las valijas, partieron hacia Gran Bretaña y en 1964 Milstein estaba nuevamente en el Medical Research Council de Cambridge, consiguiendo los primeros resultados en el camino de los anticuerpos monoclonales. Dos décadas después, el 15 de octubre de 1984, la Academia Sueca anunciaba que había sido laureado con el Premio Nobel de Medicina.
Cuando Tiburcio Padilla murió, en sus exequias dijo de él Osvaldo Fustinoni, decano de la Facultad de Medicina: “Larga sería la enumeración de los actos de esta vida consagrada al bien público, a la pasión de enseñar, a la elevación moral de sus conciudadanos y al servicio de la Patria. Fue un sabio, fue un hombre bueno, fue un gran hombre”. Mucho más se dijo de Milstein, cuando murió en 2002.
Del mismo modo que en la Ilíada los dioses griegos luchaban sobre las cabezas de los guerreros, sobre las nuestras, César Milstein y Tiburcio Padilla libran su batalla interminable.
¿Quién ganará, al final?