CONTRATAPA
Confusión
Por Antonio Dal Masetto
Me encuentro en el barrio de Mataderos, necesito monedas para el ómnibus y entro a cambiar diez pesos en un banco. Estoy en la caja con el billete en la mano cuando se abre la puerta e irrumpen dos fulanos y una anciana. Los dos fulanos usan grandes anteojos negros que parecen antifaces. El que lleva la delantera pega el grito:
–Esto es un amparo, nadie se mueva, cada uno en su lugar. Que venga el gerente y entregue la plata.
En la cola para pagar impuestos dos mujeres se desmayan sin soltar la cartera. Un hombre avisa que es hipertenso y otro, que es cardíaco.
–Acá está la orden judicial, abran el tesoro, entreguen 20.000 –dice el que lleva la voz cantante y que debe ser un oficial de Justicia.
–Sí, abran el maldito tesoro y devuélvanme mi plata –aúlla la anciana. La damnificada, parada en medio del salón, vigila todo con mirada de águila.
–Señor oficial, la señorita del último escritorio se metió algo en el corpiño, seguro que es una parte de mis ahorros.
La empleada lloriqueando explica que esa plata es suya, que la trajo para hacer las compras a la salida del trabajo.
–Eso tendrá que probarlo –dice el otro fulano de anteojos negros, que debe ser el abogado de la damnificada.
El resto de las empleadas y empleados están pálidos. El gerente sale a ponerle el pecho a la situación y sufre una lipotimia. El contador le ordena al tesorero que abra el tesoro y empiecen a contar. Cuentan hasta las bolsas de monedas y evidentemente no llegan a los 20.000 porque el oficial de Justicia avanza como una topadora hacia las cajas.
Yo sigo con el billete de diez en la mano.
–Hoy no le voy a poder dar cambio –me dice el cajero.
En la calle acaba de aparecer un grupo de escrache, unos treinta tipos furiosos que golpean cacerolas y llevan carteles: “Ladrones, devuelvan nuestros ahorros”; “Peor que robar un banco es fundarlo”.
–No soporto más estas situaciones, vivo con los nervios destrozados –dice el cajero–. Todos los días un escrache. Y encima nos cae la patota justiciera. Este oficial de Justicia es la sexta vez que viene; la plata nunca alcanza para terminar de devolverle el plazo fijo acorralado a la señora. La primera vez el gerente se resistió y no quiso darle ni un mango, le aplicaron Desobediencia Judicial y terminó esposado y dos horas en cana. Y encima se va a ligar un sumario; las órdenes de Casa Central son terminantes: pase lo que pase no hay que devolver ni un centavo. Para esos tilingos del centro todo es fácil, mandan órdenes y ya está. Yo los quisiera ver acá, esto es un fortín en medio del desierto y nosotros somos los gauchos aguantando el malón, abandonados a la mano de dios. La gente nos mira como si fuéramos banqueros y somos simples bancarios que laburan doce horas diarias. Para colmo vivimos sumergidos en la confusión, cada uno de los compañeros está internamente dividido: por un lado somos leales al banco y al mismo tiempo le tenemos bronca.
–No me diga que no les pagan las horas extra.
–Ojalá fuera eso –dice bajando la voz–. Como la señora damnificada y como los que están afuera gritando, nosotros somos víctimas del banco. Todos los empleados de esta sucursal teníamos nuestros ahorros en plazo fijo, acá, en esta misma madriguera, y quedaron atrapados en el corralito. Tendríamos que presentar un recurso de amparo y estar con los otros en la vereda, pero si nos identifican, encima de que no nos van a entregar nuestra plata, seguro que perdemos el laburo.
–Chorros, que nos devuelvan lo que nos robaron –murmura otro de los cajeros que se acercó.
–Así se habla, Coco –susurra una cajera.
–Qué ganas tengo de ir a buscar una cacerola –dice Coco.
Los tres me agarran del brazo a través de la ventanilla:
–Señor, háganos una gauchada, vaya afuera y grite por nosotros, los que no podemos.
–¿Qué digo y cómo lo digo? –pregunto.
–Diga lo peor que se le ocurra y grítelo con toda la voz.