CONTRATAPA
Lo terrorista no quita lo democrático
Por Juan Gelman
La matanza en Uzbekistán arrancó un buen pedazo a la máscara de “libertad y democracia” que encubre, cada vez menos, la cruzada bélica que Washington ha emprendido por razones petroleras. La represión a mansalva que en Andijan y Pajtabad ordenó el presidente uzbeko Islam Karimov –un Stalin en pequeño que los “halcones-gallina” de Washington no se cansaron de elogiar– ha provocado un número impreciso de muertes: 500, se dijo el lunes pasado, 745 el martes, se habla de más de dos mil, todas provocadas por el ametrallamiento de civiles que reclamaban pacíficamente la libertad de 23 presos y también por escuadrones de la muerte encargados de rematar a los heridos. El gobierno de Tashkent insiste en que los manifestantes eran terroristas islámicos, una versión que propala desde comienzos de este año para justificar la detención de comerciantes locales cuyos bienes expropia dejando en la calle a decenas de trabajadores.
La primera reacción de la Casa Blanca fue tímida y más bien acorde con la versión de su aliado Karimov: el 13 de mayo, día de la matanza, el vocero Scott McClellan manifestó la preocupación del gobierno Bush por la violencia desatada en Uzbekistán, “en particular por algunos miembros de una organización terrorista”, y llamó a la calma al gobierno y a los manifestantes. Es una moderación inimaginable si los hechos se hubieran producido en Irán o en Corea del Norte. Pero todo se explica: en el 2001 Uzbekistán proporcionó una base militar a EE.UU. al comenzar su intervención en Afganistán. El campo aéreo de Khanabad, donde se apretujan unos 1500 efectivos yanquis, fue clave para las fuerzas especiales que terminaron derribando al régimen talibán y es clave hoy para las aspiraciones estadounidenses de controlar el petróleo de Asia Central.
Colin Powell supo apreciar la contribución de este ex jefe del partido comunista uzbeko que desde hace 16 años maneja el país con mano de hierro: el 8 de diciembre de 2001 expresaba a Karimov en Tashkent “nuestro agradecimiento por todo el apoyo que hemos recibido de Uzbekistán en esta campaña contra el terrorismo en Afganistán y en cualquier parte del mundo”. En marzo del 2002 el uzbeko devolvía la visita y puede verse su satisfacción, y la de Bush, cuando se estrechan la mano para la foto oficial (Eurasianet, 18-3-02). El 29 de abril del mismo año la hoy secretaria de Estado, Condoleezza Rice, manifestaba en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de Washington: “Estuve hace poco en una reunión con Karimov, en la que (Bush) le dijo: ‘Sí, aprecio lo que usted ha hecho en la guerra contra el terrorismo, es fantástico, y nos complace el haber sido capaces de tratar con el movimiento islámico de Uzbekistán’”. El jefe de Pentágono, Donald Rumsfeld, no se quedó atrás: “Estoy encantado de volver a Uzbekistán –dijo en conferencia de prensa el 24 de febrero del 2004– (que) es un miembro clave en la guerra antiterrorista de la coalición. Nuestra relación es fuerte y se ha vuelto cada vez más sólida”.
El embarazo que le consiguió Karimov calló al Departamento de Estado durante cinco días. Sólo el 18 de mayo su vocero Richard Boucher condenó “el uso indiscriminado de la fuerza contra civiles inermes”. Parece un poco tarde para el Washington que bajo la bandera de “la libertad y la democracia” toleró, elogió y subsidió a un régimen especializado en la intimidación, la tortura y el asesinato de opositores. El repudio mundial al horror de Andijan está alejando ahora a los neoconservadores de la criatura que supieron alimentar, tal como en su momento hicieron con Saddam Hussein, pero eso no significa que hayan perdido su interés por Uzbekistán. Es que hace años ya que los grandes del petróleo intentan revivir algo parecido a lo que fue “la ruta de la seda”, que del siglo II antes de Cristo al XV de nuestra era sirvió de puente entre Asia y Europa para el intercambio de mercancías y conocimientos. Hoy se trata de llevar a Occidente, ya no seda, sino gas natural y petróleo de las vastas reservas del centro de Asia, y la ubicación de Uzbekistán es estratégica.
En mayo de 1993, la Unión Europea lanzó el programa “Corredor de transporte Europa-Cáucaso-Asia” (Tracece, por sus siglas en inglés) y en 1996 se creó la Interestatal de petróleo y gas para Europa (Inagate, por sus siglas en inglés), un consorcio en el que participan también más de 20 conglomerados petroleros importantes de EE.UU.y que se ocupa de la construcción de oleoductos, vías férreas, caminos, puertos y aeropuertos desde Bakú, capital de Azerbaiyán, hasta Ucrania, pasando por Georgia. En 1999 el Congreso norteamericano complementó en el plano político esta expansión aprobando medidas de apoyo a las reformas económicas, la democracia y la integración regional del Cáucaso y Asia Central, lo que en términos concretos entraña la inversión de miles de millones de dólares en el cambio de los regímenes heredados de la URSS y todavía afines a Moscú, para instalar gobiernos favorables a estos proyectos de Occidente. Acaba de ocurrir en Georgia y Ucrania, como años atrás en Azerbaiyán y Armenia, y Washington apoyó al autócrata Karimov porque se había sumado a su designio petrolero incluso antes de proporcionarle una base aérea en territorio uzbeko: en abril de 1999 ingresó en la llamada Unión de los Tres (Georgia, Azerbaiyán, Ucrania), una alianza decididamente pro OTAN. A la Casa Blanca poco le importan los prontuarios perversos en materia de democracia y derechos humanos de los socios. Finalmente, business son business. Y la democracia, bueno.