CONTRATAPA
De calvos y pelados
Por Juan Sasturain
Los españoles dicen calvo, los argentinos decimos pelado. Hay una diferencia esencial en el modo de adjetivar y describir la masculina carencia de pelos en la cabeza que en realidad –como veremos– es casi metafísica. Además, hoy se ha colado una tercera denominación, rapado, que pertenece a otra categoría, a menudo tramposa y vergonzante, enmascarada como marca generacional, elección libre del usuario. Minga.
Antes y al respecto, alguna gruesa salvedad: “Estar afectado por un problema capilar” no es lo mismo que ser pelado. Como lo que va entre ser fumador y tener síntomas de tabaquismo. El eufemismo –no utilizar el lenguaje coloquial sino sustituirlo por tecnicismos “menos agresivos o connotados”: podólogo por pedicuro, odontólogo por dentista, geronte por viejo, obeso por gordo; vivimos en un mundo sin negros, ni rengos ni piojos– suele servir para trasladar lo que se vive como una condición asumida –ser pelado– al resbaladizo territorio de la enfermedad según un perverso (e interesado) razonamiento: la calvicie es una enfermedad que por lo tanto puede y debe ser combatida. Uno –para estos mercachifles psicopateadores– debería terminar sintiéndose, además, culpable de ser pelado. “Nunca hiciste nada” te dirá ella con odio alimentado por la internacional de la salud, mientras conversos televisivos muestran diariamente su progreso capilar sin necesidad de pasar avisos, desandan en semanas, a fuerza de implantes y repugnantes almácigos de pelo lo que los morosos años lograron con minuciosa tenacidad. Una trampa infernal.
Pero volvamos al sufrido calvo español. La palabra viene derechito del latín calvus (“que no tiene pelos en la cabeza”) y es la misma raíz que da calavera, calvario y mejor dejémoslo ahí. Pese a los últimos desmanes de la posmodernidad y la bonanza sostenida euro mediante, los gallegos no son precisamente gente de berretines cosméticos. Así, los tragicómicos ibéricos –a quienes, desde Goya a “La Codorniz”, siempre les han sentado bien los anteojos negros– ven en la lisa bocha el anticipo, la tarjeta de visita de la Huesuda, que en ningún lugar y momento se hace más evidente que en esos parietales brillantes, apenas cubiertos de una débil película de piel dispuesta a cortarse en cuanto te distraigas. “La calvicie es el grado de calavera que aún podemos soportar” diría un Rilke pasado por Quevedo.
En cambio, el pelado argentino, como buen argentino, es antes que nada una víctima: al pelado lo pelaron. El tuvo pelo y se le cayó, “se le volaron las chapas”. ¿Quién lo peló? La Vida, el Tiempo, el que marchita y hace caer las hojas, el viento que arrastra y erosiona. Es un tema tanguero, aunque no tematizado con la intensidad que han merecido las canas, más románticas y, además, afines con la imagen maternal, esa viejita de cabellos de plata... Al criollo arrasado por la calvicie le queda siempre la posibilidad de mostrar la foto infantil de culito al aire y con rulos, remitirse a pasados esplendores de los que fue despojado: tuvo y ya no tiene más. Mientras en el calvo el páramo es la calavera que sube y pide permiso, en el pelado es un factor exterior el que barre, doblega, esteriliza.
Para final, lo obvio: ser pelado no es pelarse. Paradójicamente, hoy está de moda entre los jóvenes que comienzan a no serlo, apurar el trago, enmascarar la condición irreductible o la tendencia a ser y terminar pelado con un gesto de supuesta elección. Si siempre ha sido penoso y habitual motivo de mofa y escarnio el pelado vergonzante que dibuja, camufla, entreteje o implanta, no es mejor el totalizador rapado moderno que quiere vender como elección personal por el absurdo una condición dada por el hado. Se equivoca: no es pelado el que quiere. No es para todos.