CONTRATAPA

BOICOT

Por J.M. Pasquini Durán

Para empezar, hay que remitirse a una historia sudafricana. Una periodista de esa nacionalidad llegó a Buenos Aires para producir un informe sobre la transición argentina de la dictadura a la democracia destinado a la Comisión de la Verdad convocada por Nelson Mandela para juzgar los crímenes del apartheid. Coincidió justo con el auge de las denuncias sobre Alfredo Yabrán, el “papimafi”. Intrigada, confirmó con sus anfitriones locales que el propietario privado de un correo público era sospechado de actividades mafiosas y hasta del asesinato de un reportero. Con algún desconcierto, luego preguntó: “¿Por qué permiten que los usuarios sigan utilizando un servicio controlado por la mafia?” Sin explicación convincente a la mano, sus interlocutores respondieron con otra pregunta: ¿Ustedes que harían?. “Boicot”, contestó sin vacilar.
La sudafricana contó que el boicot, con el régimen opresivo de los racistas pero también con el de Mandela, era uno de los métodos más empleados en su país para promover las protestas y las resistencias populares. Por ejemplo, organizaban piquetes pacíficos en las puertas del supermercado que subía los precios, aconsejando a los consumidores que fueran a otro lugar cercano más barato. O desaconsejaban el uso de algún producto o servicio, ya sea por su precio exagerado o por la baja calidad, bajo la premisa de que todos los ciudadanos tenían derecho a lo mejor al menor costo posible, o sea al bien común de productores y consumidores por encima de la especulación de intereses particulares. “Sin violencia, sin tragedia, pero con firmeza”, decía, los consumidores se organizaban en defensa propia, según sus afinidades y vecindarios: otros lo hacían delante de las farmacias, restaurantes, teatros y tiendas.
El relato volvió a la memoria porque en las próximas horas quedará integrado un consejo federal que reunirá al Gobierno y a las ligas y asociaciones de consumidores, según los acuerdos entre estas entidades y el presidente Eduardo Duhalde que se anunciaron en la noche del lunes. Esas entidades instaron a los consumidores a denunciar la remarcación de precios y otros abusos actuales que justifiquen un trámite administrativo ante las autoridades respectivas y eventuales denuncias judiciales. “No vamos a reemplazar el contralor obligatorio del Estado”, razonaron los voceros de las asociaciones civiles. Tienen razón, pero eso no significa quedarse con la otra única opción, que es la de confiar por completo en el monopolio del activismo estatal o en la rápida eficiencia (¿?) de los tribunales. La experiencia popular indica que, en esos casos, el trámite puede ser más rápido y directo si la denuncia es aceptada por algún medio de difusión masiva que, además, interpelará en público a los funcionarios y los empresarios involucrados en el expediente.
Sería una lástima que iniciativas tan legítimas como estas organizaciones no gubernamentales corran el riesgo de terminar como gestorías burocráticas de interminables diligencias, agotados transeúntes en el laberinto de la administración pública. Dentro de la ley, sin renunciar a ninguna gestión formal, hay otras opciones disponibles para que los consumidores se protejan en defensa propia, según puede deducirse de la experiencia sudafricana. Al final, y al principio, todo consiste en elegir dónde gastar la mayor energía: si en persuadir a burócratas gubernamentales para que actúen o hacer lo mismo con los amigos, los vecinos y los conciudadanos. Los recientes sucesos en el país mostraron que la potencia de la movilización popular, ahora como en 1810, puede remover obstáculos igual que las topadoras. Además, cuando se comparte la trinchera lo mejor es que participen todos los que puedan y confiar uno en el otro. En ocasiones, el boicot también debería llamarse solidaridad.

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