Jueves, 16 de marzo de 2006 | Hoy
Por Juan Gelman
Parece una contradicción: los norteamericanos que más apoyan la idea de un solo Israel “con Judea y Samaria” –es decir, territorios palestinos incluidos– son políticos y predicadores evangélicos, metodistas, presbiterianos, adventistas y de otras variantes cristianas que han ganado un peso político muy denso con W. Bush en el gobierno. Proclaman que el conflicto en Medio Oriente anuncia la inminencia del Apocalipsis o Armagedón o batalla final entre los ejércitos del mal y los ejércitos del bien, la victoria de los últimos, la segunda llegada de Cristo y el establecimiento del Reino de Dios en esta Tierra. Los “armagedonistas”, no sin angustias y temores por su salvación ante la proximidad del Juicio Final, quieren apurar una guerra que en términos concretos conciben así: las armadas del mal, es decir, los ejércitos rusos y árabes, pelearán la última batalla contra las armadas del bien, es decir, los ejércitos de Israel, EE.UU. y Gran Bretaña, y serán vencidos. Habrá entonces Paraíso en el mundo terrenal a lo largo de un milenio.
Esta creencia ha originado fenómenos curiosos en EE.UU. El fundamentalismo evangelista en general y el que podría denominarse cristianismo sionista en particular tienen lazos estrechos con las derechas fundamentalistas de Israel. Su influencia en la política estadounidense en Medio Oriente es notoria y notable en la Casa Blanca y el Congreso. Elliot Abrams, entonces director del Consejo de Seguridad Nacional para el Cercano Oriente, recibió en marzo del 2004 a dirigentes del Congreso Apostólico descontentos con la decisión de W. Bush de favorecer la erradicación de asentamientos israelíes en el territorio palestino de Gaza. Abrams explicó que eso no interferiría con los designios de Dios sobre el Armagedón, porque Gaza carece de lugares de importancia bíblica (Village Voice, 18-504). Hay, desde luego, más.
Los “armagedonistas” destinan millones de dólares a promover los asentamientos israelíes ilegales en los territorios palestinos ocupados desde 1967 y pagar los viajes de judíos rusos que emigran a Israel, a fin de acelerar el cumplimiento de sus profecías. Entre otras, la de que antes de instalar el Paraíso aquí, Cristo condenará a los ateos a sufrir muertes espantosas; sólo se salvarán los buenos cristianos y los judíos conversos. Creyentes en ese Cristo brutal, como el teniente general William G. “Jerry” Boykin, están involucrados en el escándalo de Abu Ghraib (www.be liefnet.com, 27-05-04). Senadores metodistas, presbiterianos y de la Iglesia de Cristo han aprobado la aplicación de la tortura a civiles prisioneros en Irak y Guantánamo. El fundamentalismo cristiano estadounidense, en particular el de la variante dispensacionalista, prefiere el Dios vengador del Viejo Testamento al Cristo de los Evangelios. Pero sus seguidores se dicen evangelistas.
La doctrina de los “armagedonistas” es la que más rápidamente ha crecido en EE.UU. en estos años. Tendría unos veinte millones de fieles que además creen en su posible inmortalidad personal, un anhelo que “descansa enteramente en la existencia del Estado de Israel. Por eso la situación actual en Medio Oriente es para ellos una cuestión de vida o muerte”, ha señalado Gary North, un evangelista distante de esos correligionarios (lewrockwell.com), que suponen que podrán compartir los destinos inmortales de Enoch (Génesis 5:23-24) y de Elías (Reyes 2, 2-11), aunque eso dependerá de una secuencia temporal: los cristianos serán salvados de la muerte exactamente 42 meses antes de que la “Gran Tribulación” caiga sobre Israel. Si el Estado israelí desaparece en vida de estas personas, la llegada de la “Gran Tribulación” se postergará siglos, hasta que el Estado de Israel vuelva a existir, y no habrá entonces inmortalidad para ellos. La “Gran Tribulación” –y esto es algo que los “armagedonistas”rara vez mencionan– aniquilará a dos tercios de los israelíes, que así pagarán el precio de la inmortalidad ajena. Esta es la motivación religiosa del apoyo político y económico que, sin perjuicio de los pujos antisemitas de no pocos de sus líderes, prestan al Estado de Israel.
Charles Mars, un evangelista de otra clase, toma nota de que esa corriente “ha amasado en los últimos años el poder político más grande que se conoce en la historia norteamericana” y se pregunta “a qué costo de nuestro testimonio y de la integridad de nuestro mensaje” (The New York Times, 201-06). Recuerda que ministros evangelistas influyentes lanzaban sermones en favor de la guerra contra Irak argumentando que ésta aceleraría el cumplimiento de la profecía apocalíptica y que en abril del 2003, inmediatamente después de la invasión, la apoyaba un 87 por ciento de los evangelistas blancos. Un 68 por ciento la apoya todavía. Este contexto ideológico explicaría que buena parte de la opinión pública de EE.UU. esté a favor de la guerra contra “el eje del mal”, a pesar de las muertes y desastres que les devuelve a casa. Es un manto excelente para abrigar la voluntad imperial y el apetito petrolero de la Casa Blanca. Desde que se volvió abstemio, el propio W. Bush piensa que ésa es la misión que Dios le ha encomendado. Muchos lamentan que haya dejado de beber.
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