Sábado, 15 de abril de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Esta semana, hablando con un cura católico y un rabino, les pregunté si la fe es una gracia, si es un don, porque yo quiero creer, pero no creo. En Dios no creo. Y cuesta caro no creer. Hay que sobrellevarlo. Tal vez sea la edad, tal vez con los años uno atraviesa situaciones más duras de lo que está preparado para soportar. Tal vez con la edad, por más que uno quiera, no se pueden evitar ese tipo de golpes que sólo suaviza la fe. Y es ahí cuando uno se pregunta si la fe es una gracia, y si es así, por qué no le ha sido concedida.
Mi familia era católica pero no practicante. A los ocho años tomé la primera comunión. Ya en ese entonces, lamenté llegar justo un año más tarde de que fuera obligatorio el vestido blanco y largo para esa ceremonia. Tengo esa foto, una Kodak. Flequillo recto, pelo tirante, posando al lado de los sandwiches de miga y la torta amarilla y blanca.
Mi madre sólo iba a misa cuando tenía problemas de salud ella o algún familiar cercano. Sobre su cama matrimonial había un crucifijo, y recuerdo que en mi casa alguna vez se le dio albergue transitorio a una Virgen de Alguna Parte que, se decía, procuraba armonía hogareña. Crecí entre esos rituales toscos e imprecisos de tanta clase media, obligada quién sabe por qué o por quién a aferrarse a una idea de sí ligeramente equívoca en relación a la fe: ser católico era como ser de Flores o de Ezpeleta, una especie de paradero del alma, pero eso no comprometía a nada más que a proclamarlo de vez en cuando y a cumplir con algunos rituales de rigor, como, por ejemplo, no hacer chistes sobre la inexistencia de Dios, o donar, cada muerte de obispo, ropa vieja a la parroquia.
Cuando llegué a la adolescencia, me asaltó un brusco ataque de religiosidad, pero era una religiosidad un poco extremista. Tenía amigos Niños de Dios. Periféricos y poco peligrosos, pero dados a bautizarse en bañeras de departamentos de Barrio Norte y a predicar en Plaza Francia. Recordé esa época, súbitamente, leyendo en este diario el reportaje que le hizo Silvina Friera al filósofo italiano Gianni Vattimo. El recupera la ética cristiana antigua, basada en la práctica de la comunión y la solidaridad, y divorciada históricamente de las ideas que eligió siempre para sí la jerarquía eclesiástica. Lo que recordé sobre esa breve etapa de mi adolescencia tenía mucho que ver con esa ética de la austeridad rabiosa y la solidaridad militante que, en la Edad Media, tomaron Francisco y sus amigotes de Asís, entre ellos Bernardo, el fundador de la Orden Cisterciense.
Cuando tenía dieciséis años, en mi casa trabajaba una chica que vivía en una casilla precaria del río de Quilmes y que nunca había viajado a la Capital. Mis padres me encomendaron “hacer el bien”, es decir: llevar a esa chica a la calle Corrientes, mostrarle el Obelisco y meterla en un cine a ver King Kong. Yo estaba en plena efervescencia religiosa, me negaba a comprarme ropa, andaba descalza por la calle, usaba trenzas largas, leía la Biblia y repetía parábolas sin parar. Llevé a la chica hasta el Obelisco, se lo señalé sin mucho énfasis y después nos fuimos al cine, pero a ver Hermano Sol, hermana Luna, una película de Zeffirelli sobre San Francisco y Santa Clara.
Aunque me esfuerce, recorro mi biografía y no encuentro una escena más patética que ésa: yo, una adolescente de clase media en franco brote místico, queriendo hacerle entender a una empleada doméstica apenas mayor que yo, el mensaje de un santo cristiano que elevaba la pobreza a un estado del alma en el que el cielo estaba ganado. La película era subtitulada y la chica leía con dificultad; yo le leía al oído las ampulosas frases de Francisco, “mirad los lirios del campo” y todo eso, esperando que a la chica se le revelara... ¿qué? La niña pequeño burguesa que se negaba a comprarse ropa pretendía convencer a la niña pobre de que sus necesidades eran bien vistas por el Señor. La niña pobre no mostró entusiasmo.
Mis amigos además de místicos eran lúmpenes y drogones, todos provenían de familias disfuncionales y además, corría el ’74 o el ’75, éramos chicos y no podíamos verbalizar lo que sentíamos. Pero se venía la noche, se venía la Edad Media, se venía la quema de libros, se venía la caza de brujas, se venía la Inquisición, y en esos bautismos en bañeras de departamentos y en esas fumatas nocturnas sobre el pasto éramos como los jóvenes de Asís, inadaptados no sólo para nuestros padres sino también para nuestros hermanos mayores, los militantes.
Desde entonces la religión nunca más volvió a mi vida. Es decir, cuando volvió, fue para exponerse desnuda, ella, la hija del dogma, desnuda en su propósito domesticador, desnuda en su afán de seducir y de calmar y de sostener el dolor humano con la promesa de una segunda vuelta en la que las injusticias de hoy serían el abono del bienestar impalpable.
No creo en Dios pero, no obstante, me gustaría creer. Me gustaría fondear mis dudas y mi inquietud existencial en las certezas que da la fe, pero aunque ya renuncié a cualquier cosa con forma y fondo de religión, sigue quedándome impregnada en algún lugar de mí aquella actitud ética que me conmovió de chica: sigo creyendo en la comunión.
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