Jueves, 15 de junio de 2006 | Hoy
El código 666 Leo que el pasado 6 de junio del 2006 a las 6 A.M. nació un niño en Bristol, Inglaterra. Sus padres –gente divertida– de inmediato lo bautizaron con el nombre de Damien. No sé si –apenas salido del hospital– los padres llevaron a su retoño a ver la reciente remake de La profecía. Yo no la vi; pero sí vi Revelations: miniserie firmada y producida por David Seltzer –autor de la novela original– que funciona como prequel de la historia del anticristito. Es decir, lo que sucedió antes de que éste llegara a nuestro mundo a atormentar a su familia adoptiva. Y sorpresa o no tanto: lo que ha hecho Seltzer es algo así como codigodedavincizar (en el principio y de aquí en más será este Verbo, me temo) una hasta ahora perfecta historia de terror. Ya saben: asesinos, logias, millonarios, sacerdotes, agencias gubernamentales, manuscritos, señales a interpretar. Todas esas cosas que –a partir de la novela de Dan Brown– han contaminado novelas y películas y que, en la cámara del exitoso mediocre Ron Howard, acaba de materializarse en impensable y negativo milagro: el de que un libro ligero y mal escrito especialmente diseñado para mejorar en el santuario de Hollywood se haya convertido en una película pesada y pésimamente filmada. Lo que, por supuesto, a nadie le importa demasiado y, mucho menos, a Dan Brown.
El código universal Y no es fácil entrar a una librería en estos tiempos oscuros. Repisas inundadas por códigos, manifiestos, enigmas, ecuaciones, manuscritos, reichs, vaticanos, órdenes templarias y masónicas, genomas y ADN, santos sudarios y trapos sucios, y hoy entré a una de estas súbitas reservas naturales de misticismo esotérico impreso y me encontré con una nueva sobre el misterio sobre la verdadera identidad de Colón, otra sobre un Papa en el año 2035 revelando no sé qué secreto y una más sobre el pobre de San Francisco de Asís que –pobrecito, como Blancanieves– lo único que hizo fue conversar con los pájaros y, de pronto, parece que estaba metido en no sé qué conjura “destinada a cambiar la historia de la humanidad”. Porque, supongo, ése es el motivo porque la gente se engancha con estos libros: la fantasía de recibir un conocimiento sólo para iniciados (no importa que los iniciados acaben siendo millones) y experimentar la íntima satisfacción de creer o creerse que todo lo que aprendieron en el colegio no era verdad (de acuerdo, la historia casi nunca es como nos la enseñaron) y que por ahí anda dando vueltas alguna instrucción de Nostradamus que, quién sabe, tal vez los incluya. Porque pareciera que Nostradamus lo anticipó absolutamente todo pero, claro, lo suyo sólo se puede decodificar luego de que todo sucedió.
El código Ratzinger Lo que no impide que gente importante como Herr Ratzinger –identidad secreta de Benedicto XVI– se permita sus danbrownianas (adjetivo que aquí beatífico) reinterpretaciones históricas o profecías en reversa. Ocurrió el pasado mayo cuando el Papa visitó Auschwitz, rezó ante las cámaras y dijo cosas como que, de acuerdo, a los nazis no les caían bien los judíos pero lo que en realidad deseaban era “arrancar la raíz esencial de la fe cristiana” barriendo así debajo de la alfombra toda mención a los tejes y manejes entre la Cruz y la Esvástica por aquellos años terribles y, por supuesto, debidamente anticipados por el loco lindo ese de Nostradamus.
El código Mundial Y me pregunto qué habrá pensado Benedicto XVI de la ceremonia inaugural del Mundial de Fútbol: todos esos trajecitos tiroleses, esas campesinas rubicundas y voladoras, esos niñitos rubios y esos jóvenes arios sacudiendo látigos como salidos de la mente febril del autor de Primavera para Hitler o de una fantasía sadomaso de Heidi y Peter. Ahora ya estamos ahí adentro y a las patadas. Ahora se discuten asuntos como las bondades y problemas del balón oficial con nombre de movimiento filosófico nibelungo (¡Teamgeist!) y los “especialistas” hablan de fútbol como si se tratara de física atómica o de corrientes románticas. En España, por ejemplo, “la selección no enamora” “aunque quizás ahora empiece a hacerlo), el esperpéntico técnico Luis Aragonés parece salido de una película de Berlanga y el inexplicable Raúl –con ese rostro de eterno mejor alumno cuya única virtud es la buena memoria– probablemente sea el crack más plaf de todo el torneo. Los malvados dicen que no estaría mal que se sumaran al equipo Nadal y Alonso. En Argentina, supongo, será otra vez lo mismo que con puntualidad entrópica de Philip K. Dick (ese sí que lo “veía” todo y que conocía como nadie el valor de la paranoia como elemento narrativo) sucede cada cuatro años por estas fechas: suspensión de la realidad y fe absoluta y ponerse la camiseta como máscara. Hasta el momento, tres amigos argentinos –antes del debut de las selecciones favoritas– me han asegurado ya un triunfo albiceleste. El primero se lo adjudica a la buena suerte de Kirchner, el segundo me explicó que la selección de Pekerman (quien no cesa de recordarles a los periodistas internacionales que proviene del linaje de Gregory Peck) “tiene estructura” a diferencia de la brasileña que “sólo tiene carisma” y el tercero me aulló en apasionado y patriótico idioma lovecraftés algo así como que “aughogheyahlohvamohareventaghr”.
El código código Y yo me distraigo pensando en que falta menos para el 29 de agosto, fecha en la que saldrá el nuevo disco de Bob Dylan y –¡atención! conspiradores– el último salió el 11 de septiembre del 2001. Mientras tanto y hasta entonces –habitantes de una época plena de presagios– es posible “leer” en los movimientos pecto-pélvico-epilépticos de Shakira (quien dice cosas bíblicas como “Mi reinado no será eterno”) un eco clónico de la danza de Salomé; en las discusiones entre Zapatero y Rajoy acerca de “lo que ocurrió el 11 de marzo en Madrid” y la dialéctica de cómo y cuándo y dónde dialogar con ETA una clave a clavar, y en los vuelos secretos de la CIA y en la propuesta de los suicidas de Guantánamo como “guerra asimétrica” posibles tramas para fundir a Tom Clancy con variantes estratégicas que ya figuraban en los códices de Leonardo. Todo esto justo en el momento que, en Bristol, el pequeño Damien asesina –estufa eléctrica que cae de un empujoncito a la bañadera– a su niñera que, ay, nunca terminará de leer esa pésima novela en la que, al final, resulta que Jesucristo era Maradona o viceversa.
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