Sábado, 22 de julio de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
“¿Qué harías vos si secuestran a tu hijo? ¿Te alcanzaría con matarlos? No, no te alcanzaría. Querrías ver cómo les arrancan los dientes, uno por uno. Querrías ver cómo sufren.” Darío dijo esto esta semana, hablando con Radio Mitre, desde Israel. Darío fue miembro del ejército israelí y ahora defiende sus ideas de esta manera. Su testimonio despertó una airada respuesta de oyentes que, judíos y no judíos, advirtieron que un botón de la camisa de Darío estaba abierto, y por él entrevieron el corazón mismo del odio.
La ONU vuelve a esforzarse en sus gestos de mimo, vuelve a intentar erigirse como el árbitro que no es, mientras Estados Unidos baja lenta, cínicamente el pulgar, y considera que aún no es tiempo de detener los bombardeos en el Líbano. Allí, en Oriente Medio, encuentra hoy el mundo esa dosis de muerte que parece necesitar como un vampiro, pero ya no es muerte a secas lo que pide. Si la sed contemporánea se limitara a la muerte, la tiene servida en millones de casos anónimos y de una injusticia pavorosa, borroneada por las estadísticas. Lo que aflora en estos días es, cada vez más precisa, más descarnada, la necesidad de odio. El odio como combustible de las acciones humanas.
Ya lo decía Darío, hablando en un castellano fluido pero teñido por vientos extraños, cuando describía con una exactitud inaudita sus sentimientos: la muerte del enemigo no alcanza, ya no alcanza. Ha sobrevenido la sed de sufrimiento ajeno, el deseo de aniquilación completa, la fantasía de eliminar de la faz de la tierra todo vestigio del otro, pero acompañado por la visión de su padecimiento. Hay que presenciar el sufrimiento, hay que ser testigo de la propia capacidad de depredación. Como si hubiesen rociado el mundo desde un helicóptero con una toxina increíble, esa sed se reproduce más allá de lo que abarcan las secciones de los diarios. Esa sed se sale de los diarios. Recala en las calles. Anida en los dedos que, sin temblor, sin piedad, rozan gatillos en la oscuridad. En la Argentina, mientras emerge una vez más el debate de la inseguridad y vuelven a chocar las estadísticas con la sensación de indefensión que siempre y tradicionalmente tira a todo el mundo medio metro para atrás, lo cierto es que a lo que se le teme ahora es a la crueldad. Y eso es un borde. Lo estamos pisando.
Quedarse quieto al ser asaltado, ofrendar sin chistar lo requerido, ejercer el más completo autocontrol, antes garantizaba, al menos, la vaga certeza de que el asalto era una especie de peaje indeseable que se pagaba por vivir en una sociedad atrozmente inequitativa. Pero las cosas han cambiado. El paco o lo que fuere, quizás el hartazgo o la desazón previa que lleva al paco, han convertido a muchos lúmpenes en monos con navajas que afilan ante la mirada de sus presas. ¿Quieren mi dinero, mis ahorros, quieren mis electrodomésticos, mis dólares, mi tarjeta Banelco, las joyas de mi abuela, quieren que les dé todo lo que tengo, o no? Y si no es eso lo que quieren, ¿qué es? Ese es el borde que pisamos: estaremos en otro lugar, en otra dimensión si lo que quieren no es lo que tengo, sino lo que soy.
Si quieren verme sufrir.
En ese otro lugar hay otra lógica, pariente lejana de la lógica que verbalizaba Darío desde Israel y que ya se había insinuado en la invasión a Irak. ¿Qué tiene que ver Irak con Villa Crespo? Quizá nada, por cierto, quizá nada. Pero quizá... ¿por qué un asalto supone miedo al sadismo? ¿Por qué al temor del arma se le ha sumado, subrepticiamente, el temor al odio, al deseo de sufrimiento ajeno? ¿Es necesario aclarar que estamos ante una clase completamente diferente de temor?
Hay momentos históricos –los argentinos los conocemos bien: la dictadura militar fue un extenso momento de esa clase– en los que por alguna razón indescifrable brota esa sed. Son momentos en los que hay sadismoexplícito. En los que se apodera de algunos. De muchos, una tremenda necesidad de liberar aquello que la salud mental y cualquier grado de civilización conocido tiene por fundamento reprimir. En esos momentos históricos, cualquier lógica es desmadrada, incluso la de la guerra. Son momentos en los que la esencia misma de la condición humana es puesta en duda, y lo monstruoso sobreviene como una base de arcilla mal cosida.
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, recomiendan las religiones. En Amor líquido, el sociólogo Zygmunt Bauman descompone la frase, ya descompuesta en las mentes de millones de contemporáneos. Bauman retoma a Freud, quien se había preguntado: “¿Qué sentido tiene un precepto enunciado de manera tan solemne si su cumplimiento no puede ser recomendado como algo razonable?”. Y se contestaba: “Es un mandamiento que en realidad está justificado por el hecho de que no hay nada que contrarreste tan intensamente la naturaleza humana original”.
Bauman agrega: amar al prójimo supone un salto a la fe, a cualquier fe. Es, en definitiva, el acta de nacimiento de la humanidad. “Y también representa el aciago paso del instinto de supervivencia hacia la moralidad”. Pero “...como a ti mismo”, dice Bauman, es un final de frase que de ninguna manera puede subestimarse u obviarse, porque es el centro mismo, el fundamento que hace que ese precepto no sea una estupidez y sí una cláusula básica del contrato entre el individuo humano y su especie. El amor a sí mismo es pura supervivencia, y es imprescindible, entonces, generar las condiciones para que cada uno se ame a sí mismo lo suficiente como para poder tolerar al otro. Es necesario generar vidas lo suficientemente humanas como para que la bestia que llevamos en el fondo no ruja ni muerda.
Acaso la pregunta adecuada, hoy, sería aquella que nos interrogue sobre las bestias que hemos dejado sueltas, esas que no se aman a sí mismas y en consecuencia tampoco aman a nadie.
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