Martes, 5 de septiembre de 2006 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO “Capitán, mi Capitán” proclamaba, por amor y fidelidad, una tripulación de alumnos sobre la cubierta de pupitres despidiendo a un lírico líder cuyo único pero muy grave defecto era ser igualito a Robin Williams. “Yo no soy marinero, soy capitán”, desafiaba Richie Valens justo antes de uno de los primeros y más grandes solos de guitarra de la historia mientras, desde las profundidades, ascendían los blues de órgano de un por siempre desterrado y submarino Capitán Nemo que jamás llegaría a almirante. Pero yo estoy aquí para cantarle a la gloria del capitán Jack Sparrow, protagonista de dos películas –y de una futura tercera– tituladas Piratas del Caribe. ¿Cuántas veces he visto estas dos películas? ¿Cuántas más volveré a verlas? La respuesta tiene dos partes: “Muchas” y “Nunca las suficientes”. ¿Por qué? La respuesta vuelve a tener dos partes: “Porque hacía mucho pero mucho tiempo que no veía unas películas así” y porque, una vez vista la tercera, en el 2007, “va a pasar mucho tiempo sin películas así.”
DOS Desde un punto de vista extracinematográfico, Jack Sparrow –capitán disoluto y tambaleante y amanerado y éticamente amoral– es importante por dos motivos: porque revoluciona sin traicionar el concepto del corsario y porque ha significado un éxito masivo y multimillonario así como un triunfo personal para Johnny Depp. Una consagración popular sin que este actor raro como pocos –mitad Buster Keaton y mitad Marlon Brando y ciento por ciento Depp– se viera obligado a hacer concesiones o claudicar principios. Jack Sparrow pertenece a la misma familia que Edward Scissorhands y Ed Wood y resulta todavía más extraño atendiendo su juego en un blockbuster veraniego marca Disney. Y lo que acaso sea aún más trascendente –y como bien apunta el siempre sabrosamente ácido Anthony Lane en sus páginas de The New Yorker– es que Jack Sparrow nos devuelve a una concepción maduramente infantil del aventurero. No importan en Piratas del Caribe –como parece resultar imprescindible en recientes Superman y Batman y Hulk y Spiderman y X-Men– los sufrimientos y sombras existencialistas del superhéroe. Sparrow no tiene ningún problema consigo mismo o con su sitio en la trama, no le preocupan en absoluto las perturbaciones del cerebro de humanos y sobrehumanos, y sólo está allí para hacerse rico y pasarla bien dentro de un elenco de actores de celuloide-piedra como Keira Knightley y Orlando Bloom. Y, claro, ahí está ese gran momento –lo subraya Lane en su crítica, lo gocé yo en la oscuridad– en que la bella Elizabeth le asegura a Sparrow que, tarde o temprano, sin importar sus pecados del pasado, Sparrow abrazará el momento de realizar una acción buena y honorable. A lo que Sparrow la mira como si la chica estuviera loca o por lo menos insolada y le responde: “Amo esos momentos. Amo saludarlos con la mano mientras pasan junto a mí y se alejan”.
TRES Y por estos días, en España, capitán es una palabra frecuente. Está Pau Gasol (capitán de la selección ganadora del Mundial de Básquet), están los alucinados capitanes que día tras día comandan embarcaciones agónicas cargadas de miles de inmigrantes irregulares llegando a las costas de islas y playas españolas, y está el capitán Diego Alatriste, protagonista de las novelas mega-ventas de Arturo Pérez-Reverte y héroe de la recién estrenada película más cara del cine español. Y, sí, fui a ver Alatriste porque tenía síndrome de abstinencia de Sparrow. El DVD special edition de la primera parte ya no daba para más, los acomodadores del único cine de Barcelona donde dan la segunda parte en inglés con subtítulos ya me miraban raro, los vecinos me miraban todavía más raro cuando me cruzaban en el ascensor preguntándose, seguro, cuándo me cansaría de oír Rogue’s Gallery, el doble compact-disc de canciones piratas recopiladas por Depp y Willner, y falta demasiado para el estreno de la tercera parte. Así que vi los avances de Alatriste y me gustó lo que vi: damiselas y capas y espadas y hasta seguí con curiosidad el estreno símil Hollywood en la Gran Vía de Madrid con presencia de estrellas y jefe de gobierno. Así que ahí estaba yo, balde de pochoclo, matinée del viernes. Pero enseguida comencé a preocuparme. Porque muy pronto comprendí que el largo largometraje de Agustín Díaz Yanes pertenecía a ese género que yo denomino como “cine voluntarioso”. Es decir: Alatriste se moría por ser una gran película pero expiraba sin serlo. Y la culpa no la tiene el siempre correcto y funcional Viggo Mortensen –actor argentino por adopción que, podría jurarlo, sabe que, a la hora de desenvainar y lanzar maldiciones aforísticas, no hay mejor escuela histriónica que la lectura de El Tony y D’Artagnan– sino el ímpetu incontrolable de una superproducción acomplejada por no haber nacido, o por haber nacido, en otra parte, lejos. De ahí su confusión argumental, sus escenas como piezas sueltas, su fastuosidad escénica y vestuarística y –sabiendo que aquí se juega todo– su poca astucia a la hora de intentar contar todas las novelas del personaje en dos horas y media que acababan recordando a esos clásicos de la literatura acelerados de Monty Python o Telecataplúm y sus derivados. Y así, lo que termina hiriendo de muerte a Alatriste –como película y como héroe– es su falta de humor y su incapacidad de dejar escapar ciertos momentos, muchos momentos. Alatriste, luego de casi morir incontables veces, termina con Alatriste... Entonces, el público aplaude. Yo también aplaudí. Aunque quizá, pienso, aplaudíamos por razones muy pero muy diferentes.
CUATRO De regreso en casa, continué leyendo The Return of the Player, nueva novela de Michael Tolkin y continuación de aquella que inspiró la película de 1992 dirigida por Robert Altman y protagonizada por Tim Robbins –se estrenó en la Argentina como El juego de Hollywood– donde un “capitán” de estudio cinematográfico asesinaba a un guionista y se salía con la suya. La novela no es tan buena como la primera, aunque tiene lo suyo y, en una entrevista reciente, Tolkin decía: “Yo creo que las películas contribuyen a unir a los pueblos. Si existiese un cine árabe tan bueno como el cine asiático de hoy, habría muchas menos tensiones en el mundo. Cuando las películas norteamericanas eran buenas, Estados Unidos era un país mucho más popular y querido. Ahora son malas. Ahora son muy malas. Y así nos va”.
El próximo gran escándalo tiene que ver con un documental falso titulado The Death of a President donde, en octubre del 2007, George Bush es asesinado a la salida de un cine. Desconozco si esta película precisa cuál es la última película que vio el mandatario. Lo único que me importa a mí es que, para entonces, para ese momento, Piratas del Caribe III ya se habrá estrenado y yo estaré un poco más feliz, un poco más triste, saludando con la mano a ese galeón, el “Perla Negra”, navegando hacia el horizonte de un mundo mucho mejor que el nuestro.
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