CONTRATAPA

Brigadas

 Por David Viñas

Protestaron los italianos. Y con razón. Aunque semejante categoría pueda resultar, en este momento, tan volátil como distante. Y me explico: el origen del reclamo fue mi artículo con motivo de Claudio Sánchez Albornoz publicado en Página/12.

–Usted –me informaron a través de un mail y de otras mediaciones– legítimamente reivindica la memoria de un exiliado español genuino opositor a la dictadura de Franco. Pero parece olvidarse de nosotros, los antifascistas italianos que combatimos en las Brigadas internacionales.

Cierto. Pero nada de olvido. De ninguna manera. Sino que había comenzado un trabajo sobre la Guerra Civil Española, y lo empecé con mi primer recuerdo movilizado por una persona, memorable, que vivió en Buenos Aires y fue mi maestro de historia.

–Usted se acuerda de alguien con nombre y apellido –continuaba, algo crispado, el mail rezongón–: los de la brigada italiana, en cambio, éramos anónimos. Con el agravante que a los tanos sólo se nos vinculaba a Mussolini.

Y el mail de protesta que llegó a mis manos puntualizaba otros defectos que, desde ya, cargo sobre mi lomo. Insistiéndole, Crovatto, que no fue olvido sino prioridades circunstanciales y espacios posibles en cualquier periódico. Pero, juro, nada de mala leche (ese líquido obsceno tan corriente en las profundidades de Buenos Aires).

–Perdón, ¿quién es Crovatto?

El que firma el dichoso mail. Crovatto, un anarco italiano. Crovatto, Crovetta, con una o dos te, o Carbossi, o más simplemente, Lucas o Lucano. Nombres de guerra todos, según el tiempo o las localidades por donde anduviera: Guadalajara y Teruel y Castellón o por los suburbios al oeste de Toulouse, después del año ’39.

–Fuimos los primeros en cruzar los Pirineos para defender la República.

–No me olvido, Crovatto.

–Y los que portábamos mayor experiencia en enfrentar al fascismo.

–Desde el ’22, Crovatto.

Aclaro. O intento: Crovatto firmó el mail donde “fraternalmente” (como se dice) me hacían reproches. “Vale.” Me la banco.

–Porque usted sabrá...

–Lo sé.

Que Crovatto me mandaba esa reivindicación de la brigada italiana en representación de cinco o siete antiguos compañeros. “No dejamos sangre en España” –me advertía–; “apenas si Calamandi, el único calabrés, el brazo izquierdo. Al cruzar el Ebro fue”.

–Todo era cuestión de juntar el final de la Guerra Civil con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Eso me repetía Crovatto cuando lo conocí, en California, trepado en el techo a dos aguas de una casa de madera. Allá arriba hacía equilibrio mientras se iba sacando los clavos de entre los labios:

–Salud, argentinoide –gangoseaba y se reía.

–No me gusta que me miren de atrás –agregó–; se me nota la renguera.

–¿Barcelona?

–No, en la entrada a París.

Al sur de Los Angeles, también limpiaba los baños de la universidad. “Crovatto.” Nunca lo admiró a Roosevelt y hasta desconfiaba de Lincoln Abraham. Después de recalar en Ottawa –cuando por allí necesitaban carpinteros–, regresó a Milán, donde se juntó con los brigadistas sobrevivientes:

–Nos llaman “veteranos” y mucho vulevú, pero nos amontonaron en un asilo –me cuchicheaba Crovatto.

“Cuándo.” Cuando lo reencontré allá por el ’78; no me habló del campeonato de fútbol, sino de la enfermera que le empujaba la silla de ruedas:

–Ah, las romanas –me dejó caer en el oído–. Consiguió que me cambiara mi pata de palo por una ortopédica.

Y a aquella pierna de pirata le grabó un “Guadalajara” con un clavo, depositándola a lo trofeo encima de su cama.

–Crovatto.

–Quién.

Me entero por los diarios españoles; lo invitaron a una sesión especial en las Cortes de Madrid, en compañía de otros compañeros brigadistas. Sentado entre los diputados, desde un rincón del hemiciclo, Crovatto fue el único que gritó:

–¡Viva la República Española!

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