Miércoles, 1 de agosto de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO¿Por qué les dirán libros usados (figura fea si la hay) en lugar de libros leídos (calificación más justa y precisa y, sí, lírica)? Hasta donde yo sé, los libros no se usan ni se consumen ni, mucho menos, se agotan. Los libros se leen y se renuevan y cambian sin traicionarse con la electricidad de cada lector que los activa y pasa por ellos para que ellos permanezcan y hasta la próxima y el próximo.
DOS En cualquier caso, semanas atrás en Brasil, en Paraty o Parati (todavía, y de regreso, no he conseguido saber cómo es que se escribe correctamente el nombre de esta playa colonial anfitriona de un perfecto festival literario), entré a un negocio de libros leídos y –tal vez impulsado por una infantil pero respetable rebeldía, tal vez como forma de contrarrestar el altísimo nivel del lugar donde por unos días convivían apellidos como Gordimer o Coetzee– enfilé derecho hacia los best-sellers. Y fue ahí donde lo vi. Tantos años después, pero como si nada hubiese sucedido; porque mi alegría por el reencuentro fue exactamente la misma de aquel que lo leyó, flamante entonces, en castellano y no en inglés, a principios de los ’80. Ese título y ese autor: El Círculo Matarese, de Robert Ludlum.
TRES Pagué unos pocos reales (descubrí ahí mismo y ahí mismo me llevé, también, una continuación de 1997 titulada The Matarese Countdown) y regresé contento a mi habitación de posada de-luxe y volví a reencontrarme con las peripecias de los agentes Brandon Alan “Beowulf Agate” Scofield (CIA) y Vasil “Serpiente” Talienikov (KGB) quienes –archienemigos desde siempre– se ven obligados a unirse para acabar con una histórica organización criminal, el Círculo Matarese, cuyo poder trasciende el de toda patria y gobierno. Y, de acuerdo, estaba peor escrito de lo que yo recordaba (ese uso indiscriminado de itálicas y de signos de admiración) pero el vértigo y la sorpresa seguían manteniéndose intactos. Y en algún momento, entre un asesinato y otro, se me ocurrió pensar que Ludlum, al igual que Philip K. Dick, se las había arreglado para –detrás de un supuesto escapismo que en realidad nos informa de que no tenemos escapatoria– convertirse en uno de los más precisos a la vez que demenciales decodificadores de los crípticos caracteres con que están escritos nuestros tiempos rebosantes de erratas.
CUATRO Y los que han pasado por Ludlum (y es curioso o no tanto que, a lo largo de estos años, hayan sido varios los colegas que se emocionaron cada vez que pronuncié la palabra Matarese) saben perfectamente a lo que me refiero. Los títulos de Ludlum constan todos de un sujeto –que puede ser Identidad, Progresión, Mosaico– y de un nombre o clave –Aquitaine, Matlock, Osterman, Parsifal... que, por lo general, es pronunciado en las primeras páginas por alguien que agoniza en brazos del héroe. Alguien que –casi siempre– es el brazo ejecutor de ejecutivos que, de pronto y sin aviso, deciden que ese alguien sabe demasiado o sabe un poco de algo que no hay que saber nada. A no confundirse: el héroe ludlumiano no es un hombre inocente como los que jugaban James Stewart o Cary Grant en los films de Alfred Hitchock. Tampoco son tipos engañados por el sistema. No: son peones con ganas de coronar y dar jaque mate. Enseguida, tiros, líos y cosas muy goldas y la poco inteligente torpeza de agencias de inteligencia preocupadas más por luchas intestinas que por los inevitables e inminentes ataques cardíacos y derrames cerebrales ocasionados por enemigos externos. Los rusos son malos, sí. Pero nobles. El verdadero mal reside en resucitadores del Tercer Reich, en corporaciones tentaculares, en traidores en serie o –como anticipó en The Icarus Agenda– en oscuros iluminados musulmanes. Si se lo piensa un poco, todo, pero absolutamente todo 24 sale de aquí adentro. Y ya que estamos: la sinuosa agencia Treadstone, dedicada perseguidora del amnésico Jason Bourne, pronto tendrá su propia serie de televisión. Cambio y fuera. O no tanto.
CINCO Y ahora Rusia expulsa a diplomáticos ingleses y los ingleses expulsan a diplomáticos rudos; acaba de caer un topo español; Cristina Fernández de Kirchner denuncia con “puño crispado” pero, por ahora, sin rodete, las conjuras empresariales ibéricas (¿La Clonación Evita?); Bergman y Antonioni mueren, ¿casualmente?, ¡el mismo día! (¿La Secuencia Lumiére?, yo que Godard me escondo ya) y, sí, el mundo se ludlumiza. Y tal vez por eso Ludlum –fallecido hace seis años– se niega a morir y dejó todos los papeles en orden más que consciente de que su marca iba a ser, cada vez más, una propiedad muy hot. Lo tuvo claro Matt Damon, quien relanzó su carrera protagonizando la Trilogía Bourne, y lo sabe ahora Leonardo Di Caprio, quien se apresta a hacer lo mismo filmando próximamente El Manuscrito Chancellor (junto con El pacto de Holcroft, mi otro Ludlum preferido y, si la cosa funciona, a seguirla con la secuela que por estos días invoca un ghost-writer). Porque –a diferencia de Ernest Hemingway o Italo Calvino– Ludlum no dejó manuscritos a medio empezar o terminar. Ludlum se limitó a dejar su apellido sabiendo que con eso alcanzaba y sobraba. De ahí que –a partir de someros bosquejos y leves instrucciones– se sigan publicando libros escritos por otros (algunos, pocos, firmados con letra más pequeña, como es el caso del también best-seller Eric Van Lustbader) pero escudándose en la potencia de un nombre propio que muchos reclaman y disfrutan. El pasado lunes leía sobre el fenómeno en The New York Times: los fans saben que Ludlum no escribe esos libros –doce publicados y muy bien vendidos desde su último aliento– pero lo mismo continúan comprándolos aunque estén tecleados por otros. No importa. Lo que importa es la permanencia de una visión sin párpados, con ojos que no se cierran nunca, mirando a ese hombre disparando y saliendo disparado. Sin parar.
SEIS En el artículo de The New York Times, Henry Morrison –agente de Ludlum en vida y Más Allá– recordó: “En 1990 o 1991, Bob tuvo un cuádruple by-pass y nos pusimos a conversar sobre lo que sucedería cuando él ya no estuviera y él me dijo: ‘No quiero que mi nombre desaparezca. Me he pasado 30 años escribiendo libros y construyendo mi público’”. Dicho y hecho y no hay escritor que no piense en eso: en lo que sucederá con su nombre sobre papel cuando ya no haya piel sobre sus huesos. Pasó con Holmes y con Bond y con tantos otros, sí, pero no con sus autores. Lo que se busca allí es a las creaciones. Lo que se encuentra aquí es al creador y Ludlum se salió con la suya y –de acuerdo–. Si se compara a Robert Ludlum con John le Carré, Robert Ludlum no es más que Robert Ludlum. Si se lo compara con Dan Brown, Robert Ludlum es algo así como Marcel Proust. Lo que me lleva a pensar –una vez más– que la literatura no está en crisis ni nunca lo estará. Los que están en crisis son los best-sellers y los escritores de best-sellers. ¿Qué quién mató a Jesucristo y a toda su familia y descendencia? Fácil: los sicarios de Matarese.
Y a otra cosa. Y a otra conspiración donde los malos nunca triunfan pero los buenos tampoco ganan. Y unos y otros siguen siendo usados por Ludlum para seguir siendo leídos por nosotros.
La Conexión Ludlum y todo eso.
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