CONTRATAPA

Viejos - Modelo XXI

Por Dalmiro M. Bustos *

El domingo por la mañana iba con mi auto por la calle Medrano. Pasando Corrientes, veo a dos ancianas que, con paso lento, avanzaban en diagonal por el medio de la calle, arrastrando a duras penas un changuito de supermercado. Totalmente despreocupadas con las urgencias del tiempo. Freno a disgusto, para dejarlas pasar y por el carril a mi lado frena también un auto conducido por una elegante rubia, de unos cuarenta años, que se enfurece y grita: “Viejas de m... Si las mato, las tengo que pagar por nuevas”. Es cierto que no se puede justificar el descuido suicida de las señoras. Pero... Empecé a pensar en lo terrible que resulta envejecer en nuestra cultura. Estado al que, con suerte, llegaremos todos o como en mi caso, ya llegamos. Recuerdo con angustia el momento en que tuve que alejar el libro hasta distancias que ya excedían el largo de mis brazos, cuando la agilidad de mis movimientos se iba desvaneciendo, cuando el cansancio marcaba límites a mi capacidad de trabajo. Las primeras señales son espantosas. Ya no te tutean, o te miran con condescendencia. Todos sabemos que la vejez va a llegar, pero no así, y no a mí. La muerte va siendo una instancia a la que el ser humano se va acercando desde que se adquiere conciencia de su existencia. Lentamente se llega a la resignación de su inexorabilidad, pasando por millones de variables: temerla, negarla, desearla. Pero la vejez es otra cosa: el temor a la decadencia, la decrepitud. En una cultura adoradora de la autonomía, volver a sentirse dependiente es aterrador. Cuántas veces dije insolentemente “hay que aprender a envejecer con dignidad”.
Nuestra cultura endiosa la juventud y denigra a la vejez. El Olimpo hollywoodiano está poblado de ninfetas y jovencitos que cada vez más rápidamente dejan la niñez, desplazando a las figuras viejas de treinta años. Los que van llegando a esa edad sufren por avisorar el fin de su reinado. Lo mismo ocurre con atletas de todo tipo. Lo novedoso es que la expectativa de vida es cada vez mayor. De los cincuenta pasó a los sesenta, a los setenta, a los ochenta. Entonces aparecen los mágicos remedios. En un anuncio reciente un famoso cirujano prometía sacar veinte años de encima. Me sentí tentado de llamar. En nombre de estos mágicos procedimientos, políticos, actores, deportistas, y todos los demás, hacen fila en busca de la “dignidad” de parecer lo que no son. En algunos casos, mejorar el aspecto mejora el ánimo, pero convengamos en que en muchos casos los estiramientos y “quinchos” crean una galería de esperpentos patéticos.
Envejecer es triste, porque va siendo siempre progresivo el límite que nos acerca a la muerte. Duele ver la agilidad de cuerpos elásticos y mentes rápidas. Lentamente la vida nos dice: “por allá ya nunca más”. Duele como un mazazo en el alma. El dolor del cuerpo es feo, pero más duele sentir que duele. Inexorablemente entramos en ese lugar que siempre temimos: el de los viejos. Pero ese lugar no es el mismo para hombres y mujeres. Los hombres tenemos más tiempo de permanencia en el estado de “posibles”. Están Federico Luppi o Sean Connery para ejemplificar a los que los años les otorgan vigencia. Pero las mujeres viven perseguidas por celulitis, arrugas, barriguitas. Muchas veces escucho la triste constatación de: Y a mí... ¿quién me va a querer? Gimnasia, cirugías, antioxidantes. Me parece ver a Cronos, sentado encima de un reloj haciéndonos pito catalán.
En otras épocas se veneraba y respetaba la categoría, ya que eran los testigos de la historia, portadores de sabiduría. Pero la veneración ahora está dirigida al vértigo, no se puede mirar atrás: es una pérdida de tiempo. Lamentablemente al hablar del “antes” y el “ahora” delato impúdicamente mi envejecimiento.
¿Cómo dar dignidad a esta dolorosa realidad? El PAMI funciona (cuando funciona) para humillar con una “ayuda”. Parece que se refieren a unalimosna y no a un beneficio por el que se ha pagado durante muchos años. Si el Estado es el primero en abandonar y agredir, ¿qué se puede esperar de los otros? Una noche iba caminando hacia un teatro por la calle Corrientes. Un señor muy bien vestido venía en dirección opuesta, caminando con la ayuda de un bastón. Sin mirarlo siquiera un grupo de muchachos le patearon el bastón y siguieron, riendo a carcajadas. ¿Les molestaba? Creo que sí, y mucho. Como parece molestar todo lo que representa el límite y la prudencia en una sociedad desaforada que corre hacia... ¿Hacia dónde? El señor de marras levantó su bastón, intercambió conmigo una mirada tristemente cómplice y siguió su camino. También en estos días vi una escena lamentable. Un ex funcionario, relacionado al ex presidente que nos dijo en una triste Semana Santa que “la casa estaba en orden”, tomaba el té en una confitería recientemente remodelada. Un muchacho se levantó y le dijo: “Salí de acá, viejo carcamán”. Francamente, lo de carcamán se lo merecía. Porque era sinónimo de los politiqueros mentirosos. Pero, ¿por qué anteponer el “viejo”?
El vértigo del siglo XXI parece arrastrar consigo una parte esencial para salir del pozo en que estamos, no sólo en nuestro país sino también en el mundo entero: la madurez. Si a la juventud, donde todo es posible, propulsada por una energía desbordante, le sigue la decrepitud, se deja de lado algo importante que es la experiencia que modere y ayude a los que vienen detrás. Pero esta experiencia se vuelve bronca cuando se convive con el miedo de ser atropellado, vejado, menospreciado. Y ese miedo, real y palpable, hace que algunos se amurallen en los geriátricos para cubrirse del impiadoso desdén. Y otros, como un amigo me comentaba recientemente, se escuden en sus logros económicos para evitar el desprecio. La llamada clase pasiva cae en la depresión de ser aptos para muchas tareas, tener la capacidad de aportar a una sociedad que requiere mucha ayuda. Participar de la vida en vez de ser condenado al lugar del pasado. Sentirse útil, cada uno en la medida de sus posibilidades, es esencial para la autoestima de un ser humano. Un potencial de experiencia y capacidad que queda condenado a quedarse mirando televisión, masticando amargura.
Envejecer dignamente. Posible, pero qué difícil.

* Médico psicólogo.

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