Sábado, 23 de febrero de 2008 | Hoy
Por Sandra Russo
Tenía que “levantar” la casa de mis padres. Se dice increíblemente así. En el lenguaje copulan la materia y el ánima. Se levanta una casa cuando se la crea, cuando se la hace surgir de la nada, y ella va surgiendo de abajo para arriba. Pero también se la levanta cuando se la vacía, y ya no quedan restos de quienes vivieron allí. Sólo ahora, que me tocó hacerlo, me doy cuenta de esos dos sentidos, y de la notable diferencia de resonancias entre ambos. El primero infla los pulmones de esperanza y energía. El segundo lame el pecho con su saliva triste.
Cintia, que es quien vive ahora en la que fue la casa de mis padres, afortunadamente entiende lo que implica levantar una casa en mis circunstancias de hija única. Un prolongado paro de empleados estatales suspendió en los últimos meses las operaciones inmobiliarias en la provincia de Buenos Aires. Eso, además de provocar muchos perjuicios y bla bla bla, también permitió que muchos compradores y vendedores tuvieran oportunidad de conocerse más allá de sus roles, rehenes de un vocabulario yo diría que atroz.
El domingo pasado con Cintia nos mandamos una de sitcom. Habíamos quedado en vernos el lunes en una heladería de Quilmes. Me equivoqué de día. Pensé que el domingo era el lunes. O me dejé llevar por la ansiedad de entrar a esa casa que ya tiene otro piso, otros colores en las paredes, otra luz. Me tomé un remís y cuando íbamos por la autopista me animé a decirle al remisero: “Qué vacío está todo. Parece un feriado”, temiendo escuchar lo que efectivamente escuché: “Es feriado, señora. Es domingo”. Estábamos en la mitad de la autopista, ¿qué podía hacer? Nada. Me dije: paseo por Quilmes un rato y me vuelvo. Llegué al barrio. Me bajé unas cuantas cuadras antes. Esas calles tienen perfume de jacarandá. La casa que había sido de mis padres estaba con las persianas bajas. Les toqué timbre a Nené y a Luis, los vecinos de toda la vida, ochenta y pico los dos. Me sirvieron un café y me dieron charla un rato.
Después ellos me dijeron que Cintia, la nueva vecina, se había armado su dormitorio en el garaje. Crucé y golpeé. Cintia se despertó y, tal como yo lo había imaginado, cuando pensé que tal vez estuviera todavía durmiendo, me recibió al grito de “¡Me encantan las visitas inesperadas!”, y me hizo pasar.
Había tenido insomnio, me explicaba mientras se movía por la cocina como disculpándose de andar con esas mechas en una casa ajena, porque para ella ésa todavía es “mi” casa. En el piso había diarios y arriba, una bandeja, una lata de pintura y un pincel. “Tuve una madrugada muy movida. Pinté una bandeja y después leí la vida de Abraham Lincoln”, se rió, mostrándome una edición de bolsillo en inglés.
A la casa, en rigor, no pude “levantarla”. Hice todo por control remoto, diciendo muchas veces “sí, sí, llevátelo”, hasta que quedaron las cosas más íntimas. Y a esas cosas las embaló Cintia. Embaló hasta las aspirinas. “Es que yo no sabía qué podía llegar a tener un valor sentimental, así que embalé absolutamente todo”, me dijo, y yo me preguntaba por qué vía increíble podía llegar a convertirse una aspirina en un objeto con valor sentimental. Pero eso es parte del encanto de Cintia. Deja muchas posibilidades abiertas.
Esta semana llegaron las cajas que embaló Cintia a mi casa. Pese a que había un juego de cristal tallado de infinitas copas y poncheras, Cintia me dijo el domingo: “Son casi todas fotos”.
Cintia tenía razón, si se refería a objetos con valor sentimental inflamable. Este fin de semana me dediqué a ver con qué fotos me quedaba y qué fotos mandaba definitivamente al olvido. Guardé las de mis padres. Tiré las de las personas que yo no conocía. Tampoco las guardé todas. Elegí solamente las fotos en las que se están riendo.
Uno necesita recordar nítidamente las sonrisas de su padre y de su madre. Gracias, Cintia.
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