Viernes, 5 de septiembre de 2014 | Hoy
CULTURA › OPINION
Por Roque Casciero
La radio pega un tema de Gustavo Cerati con otro de Gustavo Cerati y no puedo menos que sentir alivio, porque el estado de confusión que produce la ausencia –definitiva, irredimible– no me dejaría elegir un modo privado de despedirlo. Y necesito decirle adiós, como tantos millones de personas a las que su música les mejoró la existencia. Por esa vez que entré de casualidad al gimnasio de los bomberos en Bariloche, en 1985, encontré sobre el escenario a tres tipos con raros peinados nuevos y me volaron la cabeza. O por escucharlo hablar con su hijo Benito después de ver Submarino amarillo. Por su rostro de asombro y disfrute en el show de Las Bandas Eternas de Spinetta. O por breves charlas, alguna nota, algún lugar compartido. Necesito decirle adiós en calma, aunque haya lagrimeado cuando finalmente la noticia dejó de ser escrita en potencial. Una locura, si lo pienso en frío: no era mi amigo, aunque lo cruzara bastante seguido, pero su música es parte de la banda sonora de mi vida, como de tantas, tantas vidas. Entonces suena la radio, igual que esa vez en que a Lalo Mir se le ocurrió poner por primera vez un demo de Soda en 9 PM.
Gustavo Cerati estaba presente aun en su ausencia, después del ACV y todo el episodio en Venezuela. Fuerza natural, su último disco, parecía multiplicarse en su novedad: a cada rato nos quedábamos prendados de una canción como si no la hubiésemos escuchado antes, en una vana esperanza de estirar la espera. No queríamos decir en voz alta lo que sabíamos irremediable, sobre todo porque su madre creía en los milagros y ante eso no tenía sentido plantarse con la ciencia como excusa. Esa semipresencia era potente, sobre todo porque sus canciones no envejecían. Algunas tienen la marca de época de los ’80, es cierto, pero hoy pueden ser disfrutadas como Blade Runner: una suerte de retro futurismo que fue modernidad. Y están también las otras, esas que siguen sonando mañana aunque hoy no sea hoy.
Inquieto siempre, se impregnaba de los sonidos que se abrían paso en el rock para devolverlos como parte de un atractivo multitudinario. En el trayecto, dejaba información, datos certeros, mapas de ruta para descubrir otras ideas, otras miradas del mundo, otras concepciones de la música. La amalgama sónica de sus obras siempre fue trabajada, pulida, llevada un paso más allá. Pero sin perder su elegancia de esteta jamás. Y con esa voz. Y esa manera única de tocar la guitarra. Incluso en sus momentos menos interesantes, se plantaba con una calidad que trascendía las nimiedades. Repasar analíticamente sus grandes canciones se hace difícil cuando la mente todavía está tratando de procesar la noticia. Porque, además, no alcanzarían las páginas.
Cerati fue, sin dudas, la más grande estrella de rock salida de este lado del mundo. Su nombre resuena como ningún otro en toda América latina. Del Río Grande para abajo, Soda Stereo cambió tantas cosas que su dimensión abruma. Todo es enorme cuando se piensa en esa banda y en su líder. Y eso es la música popular, también: un mainstream capaz de llevar belleza hasta la cocina donde se lavan platos mejor con “De música ligera” que con los que parecen hacer las canciones de acuerdo a estudios de mercado.
Quizá por eso, hoy la ciudad de la furia es la ciudad de duelo. Por eso, cada uno precisa de la despedida a su manera. La radio pega una canción de Gustavo Cerati con otra canción de Gustavo Cerati. Y está bien. Es como poner un disco eterno.
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