CULTURA › MURIO EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA SAUL BELLOW
Calló la voz del desencanto
El autor de Herzog y El planeta de Mr. Sammler murió a los 89 años. Con Faulkner, era considerado uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX.
Por Silvina Friera
Ese hombre de cabellos blancos y mejillas surcadas por finas arrugas decía que la muerte era un desafío y una tentación, que no sentía angustia sino más bien curiosidad. No es precisamente que coqueteara con la idea de la muerte, sino que era una presencia constante en su vida y en buena parte de su narrativa. A los ocho años estuvo a punto de morir por una peritonitis y una pulmonía que se le habían declarado simultáneamente; en 1995, mientras estaba de vacaciones en el Caribe, comió un pescado venenoso y estuvo un mes en terapia intensiva. El novelista estadounidense Saul Bellow, Premio Nobel de Literatura, murió el martes pasado a los 89 años. Philip Roth, que lo consideraba su maestro, señaló que “la columna vertebral de la literatura estadounidense del siglo XX fue proporcionada por dos escritores: Faulkner y Bellow”. Aunque había nacido el 10 de junio de 1915 en Quebec (Canadá), Bellow y sus padres se trasladaron a Chicago. Allí se mezcló con otros inmigrantes judíos y de Europa del Este. En esa ciudad, en donde vivió la mayor parte de su vida, estudió y se formó una de las caras más visibles de la intelectualidad judeo-americana.
El crítico James Wood, profundo conocedor de la obra de Bellow y prologuista de Cuentos Completos (Alfaguara), reafirma lo dicho por Roth y lo considera “el más importante prosista americano junto a Faulkner”. La figura de Bellow funciona como un icerberg: empezó a obtener una módica cuota de prestigio con sus dos primeras novelas, Dangling man (1944), el diario de un hombre que espera ser admitido en el ejército, y La víctima (1947), un estudio lúcido y sutil de los vínculos que se establecen entre un judío y un gentil, cada uno de los cuales acaba convirtiéndose en víctima del otro. Aparecía, por entonces, la marca de una escritura que se presentaba como una bofetada: la vida moderna es cómicamente difícil y los individuos, como él señaló en una de sus últimas entrevistas, parece que habitaran “en un gimnasio donde nos obligan a hacer ejercicios para los que somos ineptos”.
Con Las aventuras de Augie March (1953), en la que cuenta las peripecias de un joven judío pobre de Chicago y sus desesperados intentos por darle un sentido a su vida, Bellow superó el carácter de promesa joven y se consagró en el panorama de la narrativa norteamericana. No sólo porque ganó el National Book Award un año después, en 1954, sino porque por primera vez se animó a experimentar con un estilo espontáneo, despreocupado y, para la época, en donde todavía prevalecía la idea de perfección formal como valor, lo que hacía el escritor norteamericano era una provocación.
Nadie se atrevió a mixturar como lo hacía Bellow la sofisticación cultural –los protagonistas de sus historias son habitualmente intelectuales judíos erigidos en héroes, que se sumergen en absurdos y sublimes monólogos interiores– con la filosofía de las calles. El segundo National Book Award lo obtuvo con Herzog (1964), en donde se introduce en la cabeza de un científico norteamericano, un tipo neurótico y narcisista que decide vivir al margen de la sociedad. Y el tercero lo recibió por El planeta de Mr. Sammler (1970). La curva ascendente de su carrera literaria se prolongó con el Premio Pulitzer en 1975 por El legado de Humboldt, y tuvo su máxima coronación con el Nobel, un año después.
Admirado y aclamado por la crítica, Bellow fue corresponsal en Jerusalén y profesor en diversas universidades, entre otras la de Minnesota, la de Princenton, la de Nueva York, la de Chicago y la de Boston. Sus intervenciones siempre fueron consideradas polémicas; el escritor norteamericano atacaba a vivos y muertos por igual: dijo que Norman Mailer tenía ideas literarias estúpidas, que Truman Capote no llegaba ni de lejos a “la cola del cometa” que él, Bellow, representaba. Una de sus últimas obras, Ravelstein (2001), se inspira en la vida del filósofo judío conservador Allan Bloom, el profesor Ravelstein que da título a la novela. No le perdonaron que contara que Bloom, amigo personal de Bellow, murió de sida y que, además, narrara detalles de la relación que mantenía el filósofo con un joven intelectual oriental. “He descubierto que la homosexualidad y el sida siguen siendo asuntos que irritan y que la gente tiene actitudes propias de la Edad Media”, dijo para defenderse de los ataques que lo tildaban de “traidor”.
“El planeta es una escuela; la vida es un curso extensivo de autoconocimiento”, subrayó con el desencanto innato que cultivaba. “Sócrates dijo que la vida no examinada no merecía ser vivida, pero hay ocasiones en que la vida examinada nos hace desear la muerte.” Esa muerte, que siempre le estuvo rondando, que era uno de sus temas, o sus obsesiones, se llevó a uno de los escritores más originales del siglo XX.