Viernes, 11 de julio de 2014 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN DESDE RíO DE JANEIRO
Por Eric Nepomuceno
A media tarde de ayer Neymar llegó a la Granja Comary, en Teresópolis, una ciudad en la sierra vecina, a unos 80 kilómetros de Río. Vestía jeans, una camiseta negra, una campera negra, una gorra negra. Pero –dicen los que estaban allá– alumbró la cancha. Fue saludado con alegría por sus compañeros. Curiosidades de la vida: llegó vestido de duelo y liquidó el clima de velatorio que imperaba. El entrenamiento fue suspendido para que todos lo saludaran. A los compañeros y a los de la comisión técnica, Neymar les mostró la faja ortopédica que usa por debajo de la camiseta. Camina con dificultad, lentamente, pero firme. Y los abrazos fueron cordialmente contenidos a la distancia. Fue a juntarse a la selección para tratar de dar fuerza a sus colegas de infortunio.
Bueno: Neymar pudo darles alegría alegría a los corazones de sus compañeros, pero para la inmensa mayoría de los brasileños, quien dice que todo está perdido tiene razón.
A la par de una formidable tormenta de críticas de todos los calibres y disparadas de todos los lados contra la comisión técnica, especialmente Felipao, y a varios de los jugadores, lo que todavía se ve por aquí es que nadie logró salir del asombro luego de la paliza propinada por Alemania.
Sí, es verdad, mañana enfrentamos a Holanda, en el intento de lograr al menos el tercer lugar en el Mundial. Pero ni modo. Cuando se trata del Mundial, nuestra cultura es severa: o se sale campeón o nada sirve. Así que ninguna tensión especial en el aire, ninguna expectativa, ninguna ansiedad. Mañana... ¿Y qué? Bueno, ojalá no nos propinen otra paliza histórica.
Están los que hablan de fatalidad. Bueno: en 1982, cuando Brasil tuvo la última gran-gran selección y el fútbol del país estuvo plenamente representado en todo su esplendor, esa tesis era aceptable. Nada, excepto una fatalidad, podría eliminarnos, y así fue.
Pero ahora la cosa es muy distinta. La rendición incondicional, torpe y atónita frente a los alemanes no tiene nada que ver con fatalidad alguna. Fatal en serio ha sido la falta de organización, de esquema táctico, de visión de juego, de comando, de preparación. Resumiendo: carecemos de todo. Y, frente a la avalancha germánica, nos faltó inclusive fuerza para intentar resistir y caer con cierta entereza. Estaban todos vagando por la cancha como fantasmas de su propia pesadilla.
Ahora se trata de buscar fibra y aliento para el partido que nos queda, ése de mañana, contra una Holanda que viene mordida. Si en el partido contra Alemania nos faltó de todo, ahora tenemos que tener algo más: fuerza, valor para volver a pisar el césped. Concluida la masacre, la impresión era que los jugadores no tenían suelo alguno bajo los pies. Luego del partido, el siempre valiente (aunque no siempre eficaz) Dani Alves admitió, en el vestuario, que ya no tenía ánimo para seguir en el Mundial. Oscar, autor del gol (más concedido por los alemanes que conquistado por los brasileños), empezó a llorar todavía en la cancha, tendido de bruces en el césped, y no paró más. Hulk, otro desastre, dijo que era necesario contar con un jugador que no vestirá nuestra camiseta: “Tenemos que pedir ayuda a Dios”.
La noche del día de la derrota ha sido de llantos en la Granja Comary. Y el día siguiente, de pura apatía. Ayer, con la llegada de Neymar, hubo un poco más de alegría.
Y mientras Neymar aparecía de sorpresa en Teresópolis, el ciudadano británico Raymond Whelan desaparecía en Río sin sorprender a nadie. Whelan fue detenido por comandar un esquema de desvío de entradas y otros crímenes y delitos más. Pasó una noche en la cárcel, presentó un hábeas corpus, pagó una fianza de 2200 dólares y volvió al Copacabana Palace. Cuando la policía pidió que se decretara otra vez su prisión y la Justicia accedió, ya se había esfumado. Ahora es un forajido de la ley. ¿Y qué? Pues nada.
La imagen de la FIFA, que era muy mala, ahora es pésima. Agregar la palabra “mafia” a la FIFA es, casi, casi, ofender a los mafiosos tradicionales. Al menos eran más competentes y eficaces.
La otra imagen, la de la selección brasileña, la del fútbol del país del fútbol, bueno, ésa seguramente es recuperable. Claro que nadie se arriesga a prever en qué plazo, pero hay un cierto consenso, en Brasil, de que para que nuestro fútbol vuelva a ser lo que era el camino es bastante sencillo: basta con empezar todo otra vez.
Acabar con la actual CBF, la Confederación Brasileña de Fútbol, comandada por José Maria Marín, hombre de los sótanos de la dictadura; acabar con todos sus directores y su estructura viciosa y corrompida (que si no llegan, dirigentes y estructura, a la altura de podredumbre de la FIFA, se esfuerzan heroicamente para alcanzarla), acabar con la prepotencia de entrenadores y congéneres, y dedicarse a cuidar de los que son o deberían ser los verdaderos dueños del espectáculo: los jugadores.
Alemania, nuestro verdugo impiadoso, supo reformular su fútbol. Hasta en eso nos derrotaron.
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