Martes, 11 de julio de 2006 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Juan Jose Panno
Desde Berlín
La sensación de que nos estaban envolviendo en papel celofán no llegó con el final del Mundial ni con la eliminación de Argentina; empezó después de haber visto por lo menos un partido de cada uno de los equipos. Canchas llenas, pelota poco bartoleada, mucha dinámica y espectacular colorido conformaban el paquete. Papel celofán con brillito, cinta roja, una caja grande y adentro otra más chiquita y otra más y otra y ninguna perla después de abrirlas todas, nos hacían preguntar ¿y el fútbol donde está? El Mundial de la pelota parada se dijo. Pelota cuidada para defender, casi nunca para atacar.
La gran actuación de Argentina contra los serbios, el paseo que Ghana le dio a República Checa, la intensidad de los ataques alemanes contra los polacos, los vaivenes de Inglaterra-Suecia iluminaron un poco las sombras de tanta chatura y era natural alimentar la esperanza de que en la segunda fase todo podía mejorar. Nada. De octavos en adelante se redujo el promedio de goles y de llegadas en la medida en que se agrandaban las dosis de especulación y miedo.
Y ya no son los técnicos los que echan el carro para atrás. En la final, Lippi intentó variantes un poco más ofensivas que el equipo que había tirado en la cancha, pero los jugadores leyeron demasiados libros de historia de catenaccio y pocos mensajes novedosos del entrenador. Y se jugaron a los penales.
Sacados de contexto (incertidumbre por el marcador; se jugaban clasificaciones, mejores posiciones en el grupo o lo que sea), la mayoría de los partidos fueron aburridos y no soportarían una edición de diez minutos. Partidos intensos, pero aburridos. Rápidos al cuete, sin llegadas a los arcos, sin técnica para desequilibrar. Se pueden rescatar actuaciones destacadas de un equipo, pero casi ningún ida y vuelta.
Una excepción: el alargue de Alemania-Italia; los italianos estaban físicamente más enteros, los alemanes se sentían obligados a atacar y los dos llegaron a los arcos.
Otra: el alargue de Portugal-Inglaterra; los portugueses con uno más, los ingleses con amor propio. Y punto.
Revisemos: Argentina jugó bien contra Serbia, los ghaneses contra los checos; los españoles y los italianos con los ucranianos; los franceses con los brasileños, todo por mitades. Incluso en Inglaterra-Suecia, acaso el partido más vibrante, pasó que cada uno atacó a su turno. La buena actuación de un equipo sustentada en el mal trabajo del otro no da como resultado buen partido. Y además, los casos mencionados fueron poquísimos. Fue el Mundial de los arqueros (se destacaron Buffon, Ricardo, Lehmann, Abbondanzieri, Dida) y de los defensores (Cannavaro, Grosso, Thuram, Lahm, Sagnol, Materazzi, Ayala, Terry) y ésa es también toda una definición.
Fracasaron Rooney, Ballack, Ronaldinho, Riquelme, Robben, Adriano, Totti, se lesionó Owen y encima Messi casi no jugó. Del amarretismo táctico, la escasez de calidad técnica y la abundancia de presiones es muy difícil que salga algo bueno. La final fue como una síntesis del torneo: muchísima tensión, impresionante colorido y sólo gotas de fútbol, casi exclusivamente en los pies del grandioso Zinedine Zidane, justamente expulsado por Elizondo y las cámaras de la televisión, justamente consagrado como el mejor del campeonato en la votación de los periodistas que se hizo –vale aclararlo– antes de la final. Nos envolvieron con papel celofán dorado y cintitas de colores. No es la primera vez y no va a ser la última.
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