Martes, 13 de julio de 2010 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Osvaldo Bayer
Tengo que volver al Mundial porque uno no puede dejar de cavilar sobre el ser humano después de ver este espectáculo cada vez más increíble y más popular. Sí, fue una fiesta para todos, aunque todos lloramos, menos los hispanos.
Como frase final sólo cabe decir la tan popular “Ganó el más mejor”. Sin ninguna duda. Es increíble lo que aprendió España de los argentinos y de los holandeses (por aquel Barcelona del célebre entrenador holando innombrable porque dicen los cataluños que trae mala suerte). Bien España, decimos. Ganó con lo mínimo, un golcito siempre (perdió nada menos que con Suiza), pero fue el mejor, sin duda alguna. Así lo consideraron todos los medios europeos, hasta los pastafrolas, que se fueron rumiando, y los franchutes, que demostraron seguir en todo el ejemplo de Sarkozy, el gran cómico de la política. El final fue entre una España limpia, entusiasta, casi estudiantil, y una holandería que creyó en que sólo hay que ganar aplicando la ley del más fuerte. Basta la patada nunca vista en el pecho del contrincante. Y el árbitro sólo sacó la amarilla. Cuando no sólo habría que haber expulsado al agresor sino también haberlo eliminado para siempre de las canchas. Porque no se puede jugar así. Aunque cada uno se juegue en noventa minutos un millón de euros.
Bien, España, mejor conjunto. Merecido el título. Y el mejor sudamericano nada menos que el “paisito”. Sí, nuestros vecinos rioplatenses, los uruguas. Salieron cuartos, sí. Pero no merecían perder. Jugaron de igual a igual a esa Alemania de once atletas. Y en estas líneas finales para el recuerdo de este campeonato mundial, digo que con once de su propia tierra –no necesitaron darle la nacionalidad a último momento a ningún africano– les jugaron de igual a igual a todas las grandes potencias del fútbol que mueven millones llevándose a los mejores.
Los muchachos del “paisito” –como llama a su tierra uruguaya el grande Eduardo Galeano– son sin duda los gauchos del césped. No se le quedaron atrás en ningún momento a los teutones y perdieron al final, porque la suerte quiso que el último tiro de Forlán diera nada menos que en el travesaño. Y por algo Forlán fue votado como el mejor jugador del torneo.
Está todo dicho. Un buen campeón mundial y cuarto un equipo latinoamericano de lo que era antes el fútbol rioplatense. Y ahora se me van las ganas de hablar de aquellas finales del treinta y los principios del cuarenta. ¿Qué les parece Argentina formada por Vacca, Marante y Valussi, Malazzo, Minella y Wergifker, Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau? Sí, una mezcla de Boca y de la Máquina de River. No los paraba nadie... bueno, dejémoslo allí, eso no volverá. Pero se mueven siempre en nuestros ojos. Aquellos tiempos.
Volvamos a la realidad. Europa se quedó tranquila. Los alemanes ya realizan planes futuros. Aplaudieron a los españoles cuando lograron el triunfo final. Pero no le perdonan al hispano (perdón, catalán) Puyol el haberles metido el golazo de cabeza que los mandó al tercer puesto. Uno de los más renombrados periodistas alemanes se vengó. Y cuando trasmitió el partido final de España contra Holanda, no lo nombró nunca por su nombre a Puyol, sino que siempre lo designaba –por su melena tiesa para arriba– “Die Klobürste”, es decir, el “cepillo de inodoro” o, mejor dicho, en traducción en español hispano, “la escobilla de retrete”. Sí, sí, una “escobilla”, pero se las metió en el... (perdón, ya iba a emplear el idioma del tablón), que supo cabecear para los dioses.
El resumen final sería la explicación de lo inexplicable. La popularidad del fútbol. Lástima que no podemos negar el negocio que se hace con este deporte tan noble. Ver a esos burócratas de la pelota tan bien vestidos codeándose con reyes, reinas y mandatarios. Recuerdo a las anarquistas que escribían en los años veinte que el fútbol era un deporte socialista donde todos se unen para lograr juntos el triunfo, un juego solidario, un símbolo de la revolución de los pueblos. Y cómo terminó siendo un juego de millones de euros o dólares que usufructúan pocos, y millones que pagan con gusto los que quieren gozar de las ilusiones de unas horas.
Nos imaginamos que, en los próximos mundiales, los países centrales estarán representados por jugadores del Tercer Mundo ciudadanizados a último momento. Pero tenemos confianza de que alguna vez se imponga la razón de lo bello que debe ser el juego. Y sólo nos mueva aquello que sostenían los libertarios: once luchando juntos para el triunfo de todos. Y que siempre surja un Puyol que meta un cabezazo pleno de arte como una escobilla que limpie el retrete de los que usan el fútbol para el bolsillo propio.
El viejito del tablón se despide hasta el próximo Mundial, en que les prometo que estaré describiendo el final entre Argentina y Brasil, o ya, pasado de escenario, asistiendo a la final entre ángeles con alas contra diablos con cuernos en una cancha llamada algo así como “El limbo”. O tal vez, por qué no, “El paraíso”.
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