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Una ciega cuestión de fe

Por P. V.

Los rivales solían destinarle dos o tres marcadores para intentar pararlo, pero avanzaba hacia el ingoal sin preocuparle la carga, esos dos o tres que llevaba colgados del cuello. Esas imágenes no están en sepia: son relativamente recientes, abundaron en el Mundial de 1999 y los argentinos las registraron de cerca en los Seven de Mar del Plata. Por eso asombra el deprimente cuadro de la actualidad, negra como una camiseta de los All Blacks. Metro noventa y seis, 118 kilos, calzado 47, más que wing era una locomotora, una aplanadora gigante que planchaba las aspiraciones de los rivales. En su mejor momento, Lomu ganaba un millón de dólares anuales sólo en el sueldo que le pagaba la Unión de Rugby de Nueva Zelanda, más otro tanto por contratos publicitarios y jugosas comisiones por ingresos de merchandising. Ingresos que se evaporaron junto con la imagen del gigante imparable. En 1997, la enfermedad lo tuvo un año fuera de las canchas. “Los médicos me dijeron que era imposible que volviera a jugar, pero volví –decía en el pináculo de su gloria–. Me quedan muchos años de rugby por delante.”
Jonah Lomu sigue creyéndolo.

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