Para entender la tragedia de ayer, hay que partir de una ineludible aclaración: los operativos policiales no están programados para brindarle seguridad al fútbol sino para sangrarlo económicamente. Cuando el comisario de la 42ª asegura, después de conocerse la desgracia que sume al fútbol en la vergüenza, que “el operativo no falló” porque 350 policías son incapaces de controlar a quince mil hinchas desbordados, es preciso agregar que tampoco forma parte de las previsiones, porque, en general, los operativos se van diluyendo en los segundos tiempos de los partidos cuando los efectivos forman su fila para cobrar el adicional.

Estos enfrentamientos tribales a los que se está reduciendo la perspectiva de un partido, la cara dramática del culto del aguante enajenado, muestran su costado más siniestro: el de la muerte. Ese horror se expresa en el fútbol porque, como tal, esta manifestación popular masiva se conjuga explosivamente con la creciente intolerancia que supone la existencia de un rival y el desprecio más absoluto por ciertos valores constitutivos de una sociedad civilizada. Una suerte de guerrilla urbana multilateral, que ya no se contenta con robar banderas, ni siquiera con el pillaje. Está sedienta de sangre.

Se sospecha que seguirá sucediendo lo mismo mientras el fútbol siga preso de la seguridad y se sostenga la relación incestuosa entre la dirigencia (incluso la política) y los elementos de choque que hace rato que olvidaron los intereses del club al que le hacen el aguante en función de los propios. Como que en algunos clubes exitosos hasta tienen porcentajes de los jugadores del plantel o el derecho a negociar un futbolista por temporada, entre infinitas carpas levantadas al amparo de la pasión popular. Barras que, por cuestiones de privilegio, hasta se animan a perjudicar al club que dicen amar (como sucedió no hace tanto con Almirante Brown).

El folklore se ha convertido en una letanía mortal. Son demasiados los que la tocan.