Lunes, 16 de marzo de 2009 | Hoy
DIALOGOS › EDGARDO GIMéNEZ, ARTISTA, DISEñADOR GRáFICO, “CRONISTA” DEL DI TELLA
Fue un joven protagonista de la gran época del pop argentino y se asume como una de sus memorias. Trabajó 23 años con Jorge Romero Brest, director del Instituto Di Tella, a quien sigue admirando como hace cuatro décadas. Una recorrida con un artista valioso de una época especial, nunca repetida, y de los valores que la sostuvieron.
Por Andrew Graham-Yooll
–Un recuerdo claro que tengo de los años setenta es que a medida que caíamos en un caos cada vez mayor, una señora crítica de arte comentó que tenía que ir a las inauguraciones y vernissages cada jueves, o lo que fuera, porque era respirar algo humano en medio de tanto salvajismo. ¿Qué es lo que permite esa percepción?
–En las épocas de crisis las personas se aferran a una agenda de lo que siente como más verdadero y palpable. Cuando se destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York la gente se instaló en los museos de la ciudad. Nadie les sugirió, menos obligó esa conducta, pero es evidente que querían estar en contacto con algo que les permitía detectar una sensación más espiritual y asible por encima de la carencia total a su alrededor...
–¿Carencia total de qué?
–De todo lo que es el consumo materialista que en forma súbita puede desaparecer y no quedar nada. Yo la cito a la actriz Olinda Bozán (1894–1977) que decía “¿qué me podés decir vos con la plata que yo tengo?”. Era una ironía redonda de los años cuarenta, pero sintetiza nuestros tiempos cuando el poder económico tiene mucho mayor importancia que el verdadero talento. El hecho artístico sintoniza situaciones más delicadas, que muchas personas necesitan para enfrentar momentos difíciles.
–El arte en estos momentos representa poder económico, la prueba está en los precios de los remates, desde un Van Gogh comprado por un coleccionista japonés hasta el inglés Damien Hirst (1965), que es de ahora. Eso casi se enfrenta a lo que usted dice.
–Así parece. Está bien, es un concepto norteamericano que todo lo que puede tener valor en plata tiene precio, pero hay una mayoría de gente que se acerca al hecho artístico y éstos no tienen cómo comprar una obra, esas personas se acercan al arte de otra manera, para sentirse gratificada, no al nivel cotidiano del trabajo para sobrevivir. En mi caso, el hecho artístico me ha salvado la vida, considero que es la cosa más noble que ha inventado el ser humano, los artistas son gente sumamente especial para superar el momento más complejo. Un bailarín ensaya para que un paso de su baile asombre al público, ofrece un deleite personal que comparte. Si vamos al caso que usted insinúa, ¿dónde está el deleite personal que puede ser compartido en la política?
–¿Para usted sería un pincelazo preciso?
–Para mí sería la gente que está en otra dimensión y con otros valores. Es incomparable. Tengo una gran admiración por la capacidad de ofrecer algo preciso que deleita, toda mi vida me he nutrido de eso. Por ejemplo, miro la actuación de Meryl Streep en su última película, La duda, y me parece un regalo extraordinario. Es un ejemplo de alguien que puede modificarle el día a uno. Así hay numerosos artistas que todo el tiempo me han modificado y me han hecho la vida “interesante”, me han obligado, a raíz de detectar eso y sentir una sintonía con ellos, a revisar una cantidad de valores que uno tiene respecto de las cosas y cambiarlas. Eso ocurre únicamente cuando uno tiene interés. Para mucha gente el hecho artístico no es eso, no pasa de un divertimento transitorio. Requiere una decisión personal. Hay que buscar que el arte opere de una manera extraordinaria. El arte nunca me ha defraudado, siempre ha sido ganancia.
–Su identificación con el crítico de arte Jorge (Aníbal) Romero Brest (1905-1989), director y factótum del Instituto Di Tella (en la punta de la calle Florida a metros de la plaza San Martín), es de hace casi medio siglo, que duró más o menos una década a partir de 1959. ¿Estamos diciendo que cinco décadas después no ha aparecido nadie con la imaginación y la osadía de Romero Brest?
–Sí, lo estamos diciendo, que eso fue único y no, no ha aparecido otro. Romero Brest fue el operador cultural más importante del país y no ha habido otro igual. No sólo eso. Jorge Romero Brest decía que con lo que más se puede mentir es con la palabra, por lo tanto avalaba lo que decía con su conducta y eso era parte de su discurso. A su vez eso no lo puede hacer cualquiera. Estamos acostumbrados a que nos regalen a los oídos cosas maravillosas y luego uno escarba un poco al personaje que así se manifiesta y que acaba de convencernos y resulta que no tiene nada que ver ni autoridad alguna para decir lo que dijo. Esta es la gran decepción que he tenido con el mundo de la cultura. Ingenuamente, cuando era chico y aspiraba estar en el medio de todas las cosas, tuve que enfrentarme con la gente de la cultura, que se dedica a construir una carrera de obstáculos y no tiene nada que ver con lo que uno sueña o aspira alcanzar. Eso lo descubrí cuando trabajé en diseño para la Municipalidad, cuando el secretario de Cultura era Telerman. No era él, la función pública consiste en instalar estorbos. El saber tiene que ser para mejorarse. Romero Brest decía que ser culto es ser mejor persona. Si todo lo que uno sabe no beneficia para ser mejor no sirve para nada.
–Usted está atribuyendo a Romero Brest y al Di Tella una importancia tan grande en su momento y en su remanente a lo largo del siglo veinte que nadie más le hace sombra. ¿Por qué fueron únicos?
–Primero, porque Romero Brest se dio cuenta de lo que había que hacer en ese momento...
–¿Y no hubo nadie más así?
–No. Fíjese que cuando Romero irrumpe con el Di Tella todo el mundo cultural estaba en contra de lo que se hacía en el Di Tella. Ahora tiene una prensa maravillosa, pero en su momento tuvo una prensa horrible, totalmente adversa, desde la Menesunda de Marta Minujín. El Primer Premio Internacional Di Tella Revuélquese y Viva, que ganó Minujín, fue un escándalo. Lo que hizo Romero no tuvo aprobación, todo estaba hecho en un ambiente de desaprobación. Tenía una gran seguridad en lo que creía y no esperaba consenso ni que la gente aprobara. El seguía adelante con lo que él creía que tenía que hacer, aun con todos en contra. Ese tipo de determinación no la he visto nunca más. Era maravilloso. Una frase genial de él que yo usé bien grande en un libro mío fue, “No es cierto que más vale pájaro en mano, hay que preferir los cien volando”. Es la inversión del concepto materialista. La marca cultural que dejó, lejos de ser olvidada, cada vez adquiere más prestigio y más comentarios. En un país donde todo se olvida con gran rapidez, donde una información va tapando la anterior que queda sin registro en la mente, es raro cómo se sigue hablando con vigencia del Di Tella. No sucede lo mismo con otras cosas que quedan tapadas salvo en los aniversarios. La última vez que vi a Guido Di Tella (1931-2001) le dije, “como no aparezca otro Instituto Di Tella y otro Romero Brest ustedes van a parecerse a Gardel: cada día canta mejor”. Es cierto. Al no aparecer algo que reemplace lo que surgió ahí aquel hecho se agranda. Pasa a ser un mito, y el mito sólo se alcanza cuando se deja una huella muy fuerte.
–¿Cuánto tiempo estuvo usted trabajando con Romero Brest y su esposa?
–Yo tuve la fortuna de trabajar 23 años seguidos con ellos. El era una persona extraordinaria.
–Lo conocí una sola vez en una conferencia en Caracas, pero el Di Tella había sido para mí un elemento secundario en la vida del país, no era central porque la experiencia no parecía tener peso político. Puede ser que deba revisar esa opinión de aquellos tiempos.
–Había grandes dificultades en el Di Tella. Había persecución política contra los protagonistas. Lo termina cerrando el general (Juan Carlos) Onganía. Para el gobierno, para muchos en el poder, había que cerrar algo que les parecía que sólo producía escándalos y conmoción vergonzosa en la calle.
–El cierre tuvo más bien la apariencia de un pacto de no agresión, entre el gobierno militar y los dueños del Instituto.
–Sí, pero se llegó a clausurar una muestra. Fue la del baño público en 1968. Roberto Plate (1940), que ahora vive en París, instaló un baño como en cualquier bar o estación e invitó a la gente que escribiera en las paredes, como en los baños. La gente entraba, escribía graffiti contra el gobierno de Onganía. El gobierno cerró la exhibición. Había malestar con el espacio Di Tella. El gobierno lo veía como un centro de perdición y lo quería ver cerrado. En esa época yo usaba el pelo más largo y vestía camisas muy festivas y la policía me llevaba en averiguación de antecedentes nada más que por estar en el Di Tella.
–Es inconcebible ahora. A mí me paraban en la calle por tener barba. Al artista Ernesto Deira (1928-1986), que era medio pelado, lo detuvieron para cortarle el pelo.
–Al romper con la cultura establecida, con las cosas que se venían haciendo, con la idea de que el arte era una serie de cuadros colgados en la pared, aparecieron otras herramientas para hacer arte. Se inauguró la idea de libertad para expresar muchas cosas de forma diferente. Esa libertad que se consideraba un hecho artístico preocupaba a mucha gente. Pero era tan artístico lo que se hacía como la pintura.
–Resumiendo, el arte no sólo se veía, se vivía. ¿Qué le parece?
–El arte comenzó a mezclarse con la vida de muchas personas. A mí me cambió. Me vestía de una manera pop. Me llamó Héctor Olivera para hacer una película, Los neuróticos (1971), con escenografías pop. Tenía ganas de que sus primeras películas tuvieran la impronta de ese momento. Después estaban las modas de Delia Cancela y Pablo Mesejean, que tuvieron gran éxito en Londres en los años sesenta. Estaba también la actividad artística de Dalila Puzzovio. Pertenecían al Di Tella, que privilegiaba la imaginación, y con eso pudieron lograr el éxito afuera, no sólo el reconocimiento aquí. El logro importante es que se hicieron cosas que siguen siendo registradas, no pasaron en el momento y se olvidaron. El otro día, en una librería, vi un libro en el que se recordaba a Cancela–Mesejean como entre la gente que sacudió el ambiente en Londres en aquellos años. Era gente que encontró la forma de usar la imaginación.
–¿Qué conciencia tenían del momento político que vivían? El país estaba saliendo del retraso cultural que hubo durante el peronismo antes de 1955. Con Arturo Frondizi en la presidencia ocurrió una especie de renacimiento cultural.
–A Romero Brest seguramente le importaba lo que ocurría en la política y quizá le preocupaba. Nosotros no teníamos el menor interés en lo que sucedía en la política. Hablo de todo el grupo del pop nacional, les importaba lo que hacían, su quehacer. No interesaba la política. Lo que sí se notaba era la gran diferencia entre los tiempos de un presidente como Arturo Illia, cuyo gobierno duró casi tres años, cuando se respiraba otro aire. Luego vino la sensación de opresión cuando Illia fue sacado del gobierno a los empujones por el general Onganía. Eso se notó como un cambio político, como el comienzo de algo que no parecía fácil de explicar. No era fácil de comprender. Después sí, a partir de ahí vino un grupo de artistas comprometidos con la política.
–Estamos hablando de Deira, Noé, el grupo Espartaco...
–Ellos, el grupo Nueva Figuración, Noé, Deira, De la Vega, Macció, estuvieron antes que nosotros. Llamó la atención y tuvo su momento de gran relevancia. Lo interesante del pop nacional, y digo nacional porque no tuvo nada que ver con el pop de otras partes del mundo, es que era singular. El crítico francés Pierre Restany (1930-2003) considerado el fundador del movimiento del Nuevo Realismo, lo describió como un “Pop Lunfardo”, muy atinado. Restany vino a Buenos Aires invitado por Romero Brest a un premio Di Tella. Vino a pasar una semana. Cuando vio lo que estaba pasando en la Argentina se quedó tres meses. Le pareció increíble que en este lugar, tan alejado de todo, el pop tuviera una identidad porteña y que hiciera punta en el mundo. Eso en el año 1965.
–El resto del país no existía...
–Existe como ahora. Lo más importante sucede en Buenos Aires. Hay coletazos en Córdoba, Rosario, puede ser Mendoza también. Rosario es importante porque la gente está interesada de verdad. Asiste a los lugares porque le interesa mucho. El arte no es un pasatiempo, sino una necesidad, como comer todos los días. Eso no se nota en todas partes, en Rosario se siente.
–Hablemos más del crítico francés, Restany...
–Cuando escribía en las revistas en las que colaboraba, Planeta, Domus, Arts, hablaba de la época de oro del arte argentino. Lo que hay que valorar es que la gente que venía de afuera quedaba deslumbrada por lo que pasaba en Buenos Aires. El crítico norteamericano Clement Greenberg (1909–1994) fue uno de los más sorprendidos.
–¿Cómo se avanzó por ese camino?
–La familia Di Tella, al poner ese centro tan importante que hasta hoy no ha sido igualado, fue muy oportuna. El espacio de arte quedó vacante hasta el día de hoy. El instituto, que aún existe, fue fundado en julio de 1958 y cerró (el centro sobre Florida) en 1970. Pero en los nueve años plenos que duró el espacio artístico en la calle Florida dejó una marca profunda en la sociedad cultural argentina. Fue la primera vez que en el país sucedía una cosa tan fuerte y quedó como una experiencia imborrable.
–¿Algo así como una década de oro en la vida cultural argentina?
–Fue la década de oro del arte argentino. No es el hecho del dinero o del lugar, fue la cabeza que dirigía el espacio, qué ideas hay en esa cabeza y en qué dirección enfoca la cosa cultural. Hay que recordar que en ese lugar había música, danza, teatro, además de artes plásticas. Ahí comenzaron a mezclarse todas esas áreas. Los músicos se interesaron por lo pop, y viceversa; el teatro buscó artistas para hacer escenografías y vestuarios, cosa que también ocurrió con el cine. Había una especie de atractivo entre nuestros colegas que hizo la fusión y de ella salieron cosas interesantes. Un caso puntual es el de Alfredo Arias (1944), que comenzó siendo artista plástico y avanzó a ser director de teatro con grandes logros. Vive en París. Es gente que nació en el Di Tella. Marilú Marini, una actriz de primera que ha trabajado con Arias, también tiene sus raíces en el Di Tella. Otra es Nacha Guevara. Fue un semillero de gente extraordinaria. Romero Brest murió a los 83, y aun con ochenta años y más iban a entrevistarlo los chicos de las revistas de rock. Salían deslumbrados. Para ellos era como haber estado con Buda o algo así. Salían iluminados. Romero Brest tenía la capacidad de fascinar a la gente que lo escuchaba. Se adaptaba a todos sus alrededores. Tenía una gran biblioteca y un día le pregunté si consultaba esos libros. La verdad que no, me dijo. Le sugerí que los donara al Museo de Bellas Artes, y estuvo de acuerdo “porque todos estos libros pertenecen a la cultura del pasado y eso es una cosa que ha dejado de interesarme”. Otra vez dijo, “hacer cultura no es extenderla a más gente, pasar ballet por televisión o mandar un tren cultural a las provincias. El concepto básico debe ser la calidad de vida que es la originalidad de cada ser humano, la autenticidad que lo hace distinto, con o sin plata, con o sin conocimientos”. Otra vez Romero comentó: “Uno de los síntomas de desaparición de la cultura es el absoluto desfasaje entre teoría y práctica”. Tenía muchas de esas visiones puntuales de un alcance enorme.
–La pregunta sería por qué fue ése el momento, considerando la situación en el país...
–Una vez le preguntaron a Romero Brest, ¿después del pop qué hay? El respondió que no sabía, “no sé qué viene después. No tiene que haber razón para que haya algo. Puede pasar un año y aparece algo nuevo y también pueden pasar veinte. No hay obligación”.
–Han pasado cincuenta años. El final del Di Tella, según las fechas que hemos mencionado, viene después del Cordobazo, del asesinato de José Alonso y de Augusto Timoteo Vandor, entre otros dramas, ¿qué efecto tuvo? ¿El mundo del arte se sintió golpeado o, como hablábamos al comienzo, lograba sentirse ajeno? La política se hizo mucho más pesada, el arte fue un punto de fuga.
–Es obvio que la política nos golpeaba, pero los artistas no somos tan flexibles. Las verdades hay que defenderlas y en ningún momento se retaceaba el interés, esto máxime en un lugar donde se ejercía la libertad, no era que sólo se hablaba de la libertad. Renunciar a eso era muy difícil. La única salida de esa situación fue cerrar el lugar y dejar a los artistas sin respaldo y esperar a ver qué iba a suceder. Lo que sucedió en realidad es que muchos artistas emigraron, se fueron a otros países porque no soportaban ese acoso cotidiano. Su función era la de artistas, buscaban adeptos a su arte a su idea de libertad y vivir con felicidad. No se puede pedir otra cosa al artista. Es cierto que muchas veces viene alguien y dice, “pero vos no sos un artista comprometido”. Yo sí estoy comprometido, con las ganas de vivir y de ser feliz. ¿Le parece poco? Mirar hacia atrás desde el ahora, cuando todo ha fracasado, cuando se ha perdido todo a lo que la gente se aferraba, me parece un compromiso extraordinario. Estamos en un tembladeral. Fíjese, lo único que sigue deleitando a la gente son los artistas y lo que hacen, sea un edificio o un sello postal. Yo trato de vivir de una manera artística. Ahora hay colecciones, hay acumulación, pero falta mucho para volver a la claridad que se alcanzó en ese momento hace medio siglo.
–Mi preocupación principal en vísperas de este diálogo era explicar a una nueva generación, o a aquella parte que nos quiera leer, explicar dije, qué pasó y por qué no se repitió y ni siquiera se continuó. Ahí empezamos. Aquí terminamos. ¿Cómo quiere que lo recuerden?
–Como un tipo que hizo un aporte de felicidad para la gente, que el arte proporcionara felicidad. Y deseo que mi lápida diga: Aquí yace Edgardo Giménez, el artista que no aburrió a nadie.
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