DIALOGOS › NANDO PARRADO, SOBREVIVIENTE DEL AVION QUE CAYO EN LOS ANDES EN 1972

“Disfruta de tu existencia, no malgastes ni un instante”

El avión en que viajaba con su equipo de rugby se estrelló en los Andes en 1972. Dieciséis de los ocupantes sobrevivieron al frío y al hambre extremos. Recurrieron a los cadáveres de sus compañeros para alimentarse. Ahora recuerda en un libro aquella experiencia que dio la vuelta al mundo.

 Por Milagros Pérez Oliva *

Treinta y tres años después sigue siendo un superviviente, pero la vida le ha dado todo lo que tantas veces temió perder entre las heladas cumbres de los Andes cuando apenas tenía 20 años. Nando Parrado es doblemente superviviente: de la caída del avión y del frío cortante, absoluto, inmisericorde que durante más de dos meses tuvo que soportar entre imponentes cumbres de 6000 metros de altura. Los hechos son de sobra conocidos. El 13 de octubre de 1972, un avión fletado por un club de rugby de Montevideo (Uruguay) intenta atravesar la cordillera en dirección a Santiago de Chile, donde jugarían un partido amistoso. Un total de 45 personas, entre pasajeros y tripulación, tomaron ese vuelo. En medio de la travesía, una violenta tormenta desestabiliza el aparato, que acaba golpeándose contra la cresta de una montaña. La cola y las alas se desprenden. El avión se parte en dos, y muchos de los pasajeros son arrastrados al vacío. Por la fuerza del impulso, el vientre del aparato cae de tal modo que cuando toca tierra continúa deslizándose a toda velocidad por un enorme glaciar, hasta que un montículo lo frena de golpe. Trece personas mueren en el choque y hay muchos heridos. Nando Parrado es uno de ellos. Un traumatismo craneal lo mantiene en coma durante tres días, y hubiera muerto también si dos de sus amigos no lo hubieran arropado de noche con sus cuerpos. Al despertar supo que su madre había muerto. Su hermana Susy estaba malherida y murió al octavo día en sus brazos. La esperanza del rescate les dio fuerzas para soportar el hambre y resistir las heladas ventiscas que azotaban los restos del fuselaje, convertido en refugio. Pero cuando ya llevaban 10 días esperando oír el ruido de los helicópteros, oyeron por una radio que la búsqueda había sido suspendida. Los daban por muertos. A temperaturas de dos dígitos bajo cero, sin comida y con ropas de verano, la muerte los fue diezmando: unos por las heridas, otros por el frío. Resistieron 72 días con sus noches, y cuando los rescataron, ya sólo quedaban 16 supervivientes. Se habían salvado gracias a los muertos, a la carne helada de los cadáveres.

–¿Por qué, cuando ya se han hecho dos películas, un libro y varios documentales, se decide ahora a escribir su obra? ¿Qué aporta?

–Hay gente que planifica su vida. A mí, las cosas me encuentran. Si me preguntan: “Vos, ¿qué sos?” No sé: soy empresario, periodista, productor, escritor, deportista..., todas estas facetas me han encontrado en algún momento de mi vida. Yo ya tenía algunas cosas escritas, por si algún día mis biznietos querían saber quién fui, pero hace unos diez años comenzaron a llamarme para dar conferencias sobre la experiencia de los Andes y, al terminar, la gente se acercaba y me decía: “Eso que ha explicado, ¿dónde puedo leerlo?”. Veronique, mi señora, insistía: “Nando, la gente te pide que escribas”. Y fui escribiendo, escribiendo, y al cabo de cuatro o cinco años me di cuenta de que tenía ya para más de un libro. Se me ocurrió mandar unas páginas de aquello a un agente literario de Nueva York, y al mes me dice: “Mire, nos pasó algo que nunca nos había ocurrido antes: enviamos su escrito a las 10 editoras más importantes del mundo, y todas quieren editarlo, todas”. Para mí fue una sorpresa enorme. El libro Viven, de Piers Paul Read, es un documental perfecto de lo que sucedió. El mío creo que es el libro que todos los supervivientes hubieran querido escribir, porque es la historia vista desde dentro; con una mirada cruda, pero real, en la que hay mucho sentimiento. Creo que fueron los sentimientos los que nos salvaron.

–En su relato se ve que cuando ya no te quedan más fuerzas, cuando creés que no puede pasarte nada peor, todavía puede venir un alud y sepultarte, todavía puede hacer más frío que la noche anterior, y tú aún lo puedes resistir. ¿Cuántas veces tuvo la tentación de abandonar, de decir: se acabó?

–Cuando estás en una situación límite de este tipo te vas transformando en casi un animal. Has de sobrevivir basándote en el instinto, en mecanismos que son totalmente nuevos para ti. La mayoría de nosotros no había visto nunca la nieve. Pero teníamos menos de 20 años, y cuando eres tan joven te parece que eres inmortal: nada puede pasarte. A esa edad, la muerte está muy lejos, y convivir con ella tan intensamente te hace madurar mucho. El alud nos cogió por sorpresa. Y sí, me abandoné: estás enterrado en la nieve, en la oscuridad; no te puedes mover, no puedes respirar; tienes como diez mil toneladas de cemento encima, y no te queda más remedio que aceptar que vas a morir. Y entonces sientes como un rélax. Había sido tan violenta la supervivencia hasta ese momento, tan fea, tan fría, tan helada, que al ver que iba a morir no sentí pánico, sino una especie de descanso. Sorpresivamente, alguien me sacó y pude respirar.

–Al volver de la expedición en busca de la cola del avión, su compañero Roy Harley estaba tan exhausto, tan desesperado que se arrodilló en la nieve sabiendo que si dejaba de caminar se iba a congelar. El eligió, en ese momento, esa opción. Usted volvió a buscarlo sabiendo que con ello ponía también en riesgo su vida. ¿A eso se refería cuando decía que fueron los sentimientos los que los salvaron?

–En un momento así no te paras a analizar, es algo que has de decidir en un segundo y, por tanto, el sentimiento predomina. Me daba no sé qué dejarlo allí, aunque sabía que iba a ser muy difícil que saliéramos los dos. Lo único que sabía era que tenía muchísimo miedo. Miedo a morir. Era un miedo físico, que se te clava en el estómago. Cuando escribía el libro pensaba: ¿por qué Roy, que era uno de los más valientes, hacía eso? Era un momento tan duro, tan duro, que se quebró, como antes se habían quebrado otros. Cada uno tiene diferentes límites de resistencia. Una ventisca blanca lo envolvía todo y yo veía a Roy de rodillas, y me estaba viendo a mí mismo: eso me va a pasar a mí en cualquier momento, pensé, y volví a buscarlo con tanta furia que no sé cómo, pero salimos los dos.

–¿Fue difícil la decisión de recurrir a los cadáveres para alimentarse?

–La situación nos llevaba irremediablemente a ello, y por eso estaba en el pensamiento de todos. No fue fácil, pero tampoco tan terrible: hay que estar allí para entenderlo. Tú estás abandonado en un glaciar a más de 4000 metros de altura y tienes que salir de allí como sea, pero estás débil y el tiempo no te deja moverte. Sabes que si no comes, nunca saldrás de allí. En esa situación, tu mente trabaja en otra dimensión, piensa de otra manera. Y el cuerpo y la mente se defienden. Una noche, Carlitos está a mi lado: “¿Qué estás pensando?”, le pregunto. “Lo mismo que vos”, me dice. “¿Y cómo sabés lo que estoy pensando?” “Porque todos estamos pensando lo mismo.” ¡Todos pensábamos lo mismo! Decidimos plantearlo a los demás, y al poco, todo el grupo hablaba de ello.

–Tardaron 10 días en atreverse a verbalizarlo, cuando ya la supervivencia estaba realmente comprometida.

–Porque no es un tabú fácil de vencer. Pero en una situación así, ¿cuál es la otra opción?, ¿dejarse morir? ¿Y cómo se muere uno mirando a los ojos del que se está quedando congelado a tu lado? De no tomar esa decisión, todo hubiera podido ser mucho más dramático, tal vez violento. Imaginemos que hubiéramos decidido no hacer nada, no comer, ¿nos quedamos quietos a ver quién muere primero de inanición? Tal vez hubiéramos llegado a la misma decisión de una forma más violenta y no en consenso. Creo que todo el mundo en esa situación hubiera hecho exactamente lo mismo. Una madre como Liliana, que tenía dos hijos esperando, ¿qué debía hacer?, ¿dejar de comer? Más difícil era para Javier, su marido, cuando Liliana murió en el alud. Pero lo planteamos de la forma más civilizada que pudimos. Decidimos respetar, mientras nos fuera posible, los cuerpos de los familiares: el de mi madre y mi hermana mientras yo estuviera allí, el de Liliana mientras Javier viviera. Y todos nos dimos permiso mutuo para ser utilizados si moríamos.

–Una de las cosas que me han sorprendido es el alto grado de organización que alcanzaron.

–Yo creo que nunca fuimos mejores hombres que allí arriba. Eramos tan primitivos como los hombres de las cavernas, pero con la inteligencia y la educación de hoy. Estábamos al límite de los límites, pero habíamos sido educados en el respeto, el honor, la ética y la amistad. La mayoría éramos amigos desde hacía más de diez años, nos conocíamos desde pequeños, y formábamos un equipo de rugby; eso quiere decir que estábamos entrenados para resistir. Diez minutos después del accidente, ya actuábamos como un equipo: el capitán, Marcelo Pérez, asumía su función, y Roberto y Gustavo, como estudiantes de Medicina, se hacían cargo de los heridos. Al poco, Marcelo ya estaba pensando en cómo construir una pared para parar el viento. Eso nos salvó. Si él no hubiera actuado con tanta decisión hubiéramos muerto congelados la primera noche. Una respuesta tan organizada hubiera sido muy difícil en un avión comercial, con gente de distintas edades, países, culturas, idiomas..., gente que viaja sola y gente que va con su familia, porque en ese caso, si uno tiene un trozo de chocolate, ¿lo reparte o lo guarda para sus hijos? Nosotros lo pusimos todo en común.

–¿No hubo enfrentamientos?

–Increíblemente, no los hubo. Hubo pequeñas tensiones. Por las noches, por ejemplo, era muy difícil descansar. Había poco espacio, estábamos apiñados, y el frío no nos dejaba dormir; de manera que cuando conseguías dormirte, si alguien te pegaba un golpe sin querer, reaccionabas mal. Pero nunca pasó de ahí. Nunca hubo violencia. Tampoco podíamos perder energía en peleas.

–Una situación muy parecida describe William Golding en El señor de las moscas, pero allí aparece lo bueno y lo malo de las personas, incluido el liderazgo negativo. En su caso, ¿cómo surgieron los liderazgos?

–Hubo cuatro o cinco líderes sucesivos, a los que nadie eligió. A veces asumes el liderazgo porque te da poder, prestigio, satisfacción personal. En nuestro caso, el liderazgo era una antorcha que iba pasando de mano en mano. El primero fue Marcelo, y a él le debemos la vida. Se quebró como líder por exceso de responsabilidad. El peso que llevó sobre sus hombros fue tan grande, nos cuidaba tanto, que cuando escuchó por la radio que habían suspendido la búsqueda, que nos daban por muertos, no pudo más y se derrumbó. Había estado sosteniéndonos a todos con el convencimiento de que el rescate estaba a punto de llegar. Siempre encontraba explicaciones para que tardaran tanto en venir por nosotros. Eso había mantenido alta nuestra moral. Pero cuando se confirmó que nadie nos buscaba, se quedó sin su principal herramienta: la esperanza. Y se quebró. Murió en el alud.

–A partir de ese momento es usted quien asume el liderazgo. Decide que tienen que salir de allí por sus propios medios.

–Cuando escuché en la radio que no nos iban a rescatar decidí que yo no iba a quedarme allí, que subiría aquellas montañas, y si había que morir, moriría en el camino. Pero tenía un miedo bárbaro y no podía irme solo. Era una situación muy angustiosa, porque no son horas ni días, son semanas pensando en cómo marchar, y mientras tanto van pasando cosas: miras el tiempo y vas descartando a los que no pueden ir porque están débiles, y al final te quedan tres o cuatro. Y los has de convencer. Yo los miraba y pensaba: Dios mío, están horribles y yo no debo estar mucho mejor; hemos de esperar a que el tiempo mejore, pero hemos de salir antes de que estemos demasiado débiles para intentarlo.

–Una noche soñó que alguien estaba cortando trozos de su cuerpo. Con esa pesadilla, ¿no le estaba diciendo su cerebro: sal de aquí, vete ya?

–Sí, y estaba tan agitado que me tuvo que despertar Roberto Canessa. Y eso me hizo pensar en qué iba a pasar cuando se terminaran los cuerpos. Sabíamos lo que habíamos sido capaces de hacer hasta entonces para sobrevivir, pero ¿dónde estaba el límite? Cuando se terminaran los cadáveres, ¿qué iba a pasar?, ¿esperaríamos a ver quién se muere primero para poder comer? Fue un sueño horrible. Curiosamente, luego nunca he tenido pesadillas. Jamás. Desde la primera noche en el hospital de San Fernando hasta hoy, he dormido como un niño. Pero allá arriba, aparte de esa pesadilla, tuve otras: soñaba que me despertaba en mi cuarto, con mis pósters y mis autos, contento porque el accidente había sido una pesadilla y volvía a mi vida de siempre, con mi hermana y mi madre. Y luego me despertaba de verdad y me daba cuenta de que era mi vida de siempre la que había sido un sueño. Finalmente salimos Roberto y yo, con un saco de dormir construido con trozos del aislante del avión. Nunca creí que se pudiera sufrir tanto caminando. Tardamos 10 días en encontrar a un campesino chileno que aún tuvo que cabalgar ocho horas para dar el aviso.

–¿Por qué se abandonó el rescate tan rápidamente?

–El avión no tenía balizas, no tenía nada. Hoy día te lo ubican en una hora, pero en ese momento no. Las Fuerzas Armadas nos dijeron que cuando hay un accidente en los Andes, el avión se desintegra, y como nieva tanto, los restos quedan rápidamente cubiertos y no es posible distinguirlos desde el aire. Consideraron que era imposible sobrevivir al choque del avión y a unas temperaturas tan bajas.

–Una de las cosas que más me han impresionado es que, después de tanto desearlo, cuando se reencuentra con su familia todos se abalanzan sobre usted, pero el abrazo del padre se hace esperar: está paralizado en el fondo de la habitación. ¿Por qué?

–Fue un momento muy fuerte para él. Hay que pensar que entonces no había móviles, y mientras yo guiaba al helicóptero que iba a rescatar a los demás, mi padre estaba volando con el resto de mi familia hacia Santiago. Sabía que yo estaba vivo y que arriba en las montañas quedaban 14 personas. Yo no había querido dar los nombres, porque había tres que estaban muy débiles, muy mal, y no sabía si habrían muerto mientras tanto. Y si alguno había muerto, para su familia era como si los mataran dos veces. Así que cuando mi padre llegó a San Fernando no sabía si mi madre y mi hermana estaban vivas o no. Se enteró en ese momento. Imagina: primero nos tenía por muertos a los tres, luego cabía la posibilidad de que los tres estuviéramos vivos, y al final sólo uno lo estaba. Cuando pudo hablar me explicó que estaba como loco: date cuenta, me decía, lo que significa perder tres cuartas partes de tu familia en un segundo. Deambulaba sin destino, salía de casa y caminaba diez, doce horas sin saber adónde iba. No podía dormir, no podía trabajar, no podía pensar, no podía hacer nada. “Al menos volviste tú”, me dijo al fin, y entonces me abrazó.

–¿Vive?

–Sí. Y está bárbaro de bien. Ahora tiene 89 años, y para él este libro ha sido como un homenaje. Cuando lo leyó me abrazó, y cuando pudo hablar me dijo: “Entre un padre y un hijo, esto alcanza”.

–De una experiencia como ésta difícilmente se sale igual que como se entra. Cabía el peligro de que la vida quedara atrapada en ella. ¿Cómo afrontó la vuelta a la normalidad?

–Mi padre me ayudó también en eso. Me dijo: “Hijo, que esto no sea lo más importante que has hecho en tu vida. Tu vida recién empieza ahora. Tienes que mirar hacia adelante. Tú no puedes haber vivido las sensaciones más importantes, más fuertes de tu vida, a los 20 años. El pasado ya no se puede modificar, ahora has de vivir la vida”. Y fue lo que hice. Nunca miré hacia atrás, y durante años, si nadie me preguntaba, no hablaba de ello. Para mí era más importante mi futuro y lo que estaba haciendo. Comencé a producir programas de televisión, documentales; estaba embebidoen un trabajo que me apasionaba. Para mí, la tragedia de los Andes era una carpeta en la computadora. No voy a negar que es algo que te marca, pero he tenido otras cosas importantes en mi vida: el amor de Veronique, el nacimiento de mis dos hijas, logros profesionales... Y después de aquello y de todos estos años, lo que quiero decir con este libro es: disfruta de tu existencia, no malgastes ni un instante.

–Todo lo que son hechos son fáciles de recordar, porque una experiencia como ésta se graba a fuego en la memoria. Pero me ha sorprendido la minuciosidad con que explica sensaciones y pensamientos. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, ¿cuánto hay de aquel joven de 20 años y cuánto del hombre maduro de hoy?

–Este libro no lo hubiera podido escribir a los 20 años. Imposible. Yo creo que todo lo que he logrado vivir después me ha permitido mirar atrás con otro filtro. Un recuerdo me fue llevando a otro, y al unirlos quedó un relato en que los sentimientos tienen un peso enorme. Para mí lo más importante es la familia, los afectos. Ya lo eran entonces, y, de hecho, muchas veces me dije: no voy a permitir que estas montañas me priven de ello. A veces la gente disfraza las cosas por el poder, por el dinero. A mí también me gusta volar en primera, tener un Porsche, por supuesto; pero, ¿qué hay más lindo que el amor? Nada.

–¿Cómo es ahora su relación con los otros supervivientes?

–Todos los supervivientes vivimos, por suerte, y nueve o diez incluso en el mismo barrio. Seguimos tan amigos o más que antes. Tenemos divergencias en un montón de opiniones, gustos o preferencias políticas, pero la consistencia del grupo se mantiene intacta. Nos llamamos hermanos. Estamos, realmente, muy unidos. Los lazos que trabamos allá arriba son demasiado fuertes para romperse.

–¿Ha vuelto alguna vez a ese lugar?

–He vuelto, sí. Once veces.

–¡Once veces!

–Y mi padre, 17. Allí están enterradas mi madre y mi hermana. Al año del accidente, mi padre me dijo: “Quiero ir a poner flores”. Y yo le dije: “Te acompaño”. En lugar de ir por el lado chileno, que es por donde salimos nosotros y tardamos 10 días, vamos por el lado argentino, que son tres días nada más y se puede ir a caballo.

–¿Eso significa que se equivocaron cuando descartaron la ruta del este por su dificultad y emprendieron la del oeste, que tenía una barrera de montañas imponentes?

–Sí y no. El camino del este es mucho más corto, pero es mucho más difícil porque hay tres ríos que tienen 40 metros de anchura y cuatro o cinco de profundidad que no hubiéramos podido cruzar en esa época del año. En marzo se pueden cruzar, a caballo y con dificultad; pero en diciembre es imposible. De hecho, intentamos esa ruta y tuvimos que abandonar. Al final intentamos la más larga y difícil, pero llegamos, y eso es lo que vale. Cuando vuelvo, siempre me impresiona. Es un lugar magnífico, espectacular, silencioso e inmenso. Este año fui la segunda semana de marzo con mi mujer y mis dos hijas. Nunca habían querido ir antes, pero después de leer el libro quisieron hacerlo. Querían ver el lugar donde nacieron. Me dicen: “Papá, si tú no hubieras hecho eso, nosotras no existiríamos”. Fue una experiencia muy linda. ¡Es un lugar tan grande, tan inmenso!

–¿Y qué es el frío para usted?

–El frío quema como un ácido. Cuando la única solución que tienes es llorar; cuando el viento se te clava como un cuchillo; cuando el único calor que tienes, lo único que te alivia, es la respiración del chico que tienes al lado y le pides que te respire encima... El frío es muy feo, produce una sensación indescriptible; porque no se va, no se pasa, y no te mueres.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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