Lunes, 6 de agosto de 2007 | Hoy
DIALOGOS › ¿POR QUE JON SOBRINO?
Por J. R. M.
Como no hay mal que por bien no venga, la última bronca que le montó la curia vaticana a Jon Sobrino, que no fue ninguna tontería, con notificación incluida, ha servido para que este jesuita empecinado en la defensa radical de los más oprimidos sepa lo que son los blogs. Aquellos días de marzo de este mismo año, cuando resurgió de las más abruptas entrañas de la Tierra el Tribunal para la Doctrina de la Fe –léase la Inquisición de nuestros días– para tirarle de las orejas y echarle en cara, una vez más en los últimos 30 años, sus desviaciones sobre la línea oficial, este cura amigo y compañero en El Salvador de Ignacio Ellacuría y monseñor Romero, este pastor que admite sin remilgos su vocación revolucionaria, pudo leer una avalancha inaudita de reacciones a favor y en contra en los foros libérrimos de Internet. Pese a lo encendido de algunos comentarios, Sobrino, por el contrario, guardó silencio. Se apartó del mundanal ruido quizás un tanto asustado por el ambiente, aunque no por encararse a la autoridad, cosa que ha hecho toda su existencia aun a riesgo de que lo mataran.
De hecho, esta nueva llamada de atención no va a hacerle bajar las orejas, al menos por lo que uno puede deducir después de dos horas de conversación con él sobre lo divino y lo humano. Si no lo consiguieron en los años setenta y ochenta los paramilitares salvadoreños que instauraron un más que grotesco lema, “Haga patria, mate un cura”, ni tampoco los grandes patriarcones centroamericanos, ni los mismísimos politicastros que ahogaban en esos días con una bota militar el futuro de lo que consideraban el patio trasero de su casa con jardín del Norte, es difícil que se asuste de los que han sido recién investidos con nuevas púrpuras. Si se salvó, aquel funesto y negro 16 de noviembre de 1989, de aquella matanza que después muchos han convertido en martirio, cuando unos salvajes entraron en la Universidad Centroamericana (UCA) y asesinaron sin miramientos a ocho de los suyos –seis compañeros jesuitas y dos empleadas de la casa–, no debió de ser en vano.
Hoy lo recuerda todavía con la justa emoción, pero con la evidente cicatriz del paso del tiempo en su mirada limpia. Sobrino parece de esas personas sabias que han sabido extraer, sobre las tragedias más injustas de la vida, conclusiones positivas. Por eso se muestra obsesionado por hablar; no de la inquina y el odio que arrebató a los suyos y a quienes él consideraba su familia de la faz de la Tierra, sino de la bondad que quedó. De la semilla que sembraron, del fin positivo de todas las cosas, aunque muchas veces sea necesario hacer verdaderos esfuerzos para llegar a él.
El propio e íntimo sufrimiento ha sido su mayor fuerza. La conciencia de fragilidad que le da cada día estar a expensas de los bajones de una diabetes muy aguda, y el hecho de haberse salvado por casualidad, gracias a encontrarse en Tailandia dando un curso, de su muerte segura, han forjado en él una proverbial valentía. Una desafiante serenidad construida a base de esa autoridad que no pueden retar moralmente quienes se sientan en los sillones confortables de los despachos; esa altura que da estar en primera línea del frente, expuesto a los más feroces ataques, a morir incluso por un gramo extra de justicia.
Dice que pobres son quienes no tienen asegurado comer tres veces al día; que él, al fin y al cabo, es un privilegiado por disponer garantizada hasta la insulina. Pero pobres son también para él, mente privilegiada con cuatro carreras –teología e ingeniería entre ellas– que a los 18 años abandonó su Bilbao natal y a su familia para dejarse la piel en ese lejano El Salvador que le ha dado nacionalidad y sentido a su vida, quienes son pisoteados, humillados, arrastrados, heridos, injuriados... Todos aquellos sujetos siempre anónimos que merecen reparo; esos desheredados para los que en su día Leonardo Boff, el propio Ignacio Ellacuría, él mismo y tantos otros comenzaron a predicar la Teología de la Liberación, esa doctrina revolucionaria que asusta tanto a los próceres en los pasillos del Vaticano y que Juan Pablo II y ahora el papa Ratzinger se han empeñado, con una fijación obtusa, en enterrar. Pero Sobrino y los suyos parece que no van a dejar que se saque de ese hoyo ni una sola palada.
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