Lunes, 6 de agosto de 2007 | Hoy
Por José Natanson
La primera reencarnación de Guillermo O’Donnell, como él mismo define cada uno de sus hitos académicos, fue el Estado burocrático-autoritario, que describía la alianza entre militares, núcleos tecnocráticos y la gran burguesía para restaurar el orden a través de la despolitización de la cuestión social y la resubordinación de los sectores populares. El antecedente tomado por O’Donnell en su libro El Estado burocrático autoritario, fue el gobierno de Juan Carlos Onganía, pero su visión se aplica a muchos de los regímenes militares que sacudieron a Latinoamérica durante los ’70 y ’80.
Después, en plena discusión por la recuperación de la democracia, O’Donnell compiló junto a Phillipe Schmiter cuatro volúmenes con trabajos sobre las transiciones en Europa del Este y América latina –Transition from Authoritarian Rule– que contribuyeron a acotar los márgenes de la discusiones sobre el paso de la dictadura a la democracia y a advertir sobre los desafíos y problemas que implicaban estos cambios.
En 1992, cuando el debate se había trasladado de la “transición” a la “consolidación” democrática, escribió Democracia delegativa, al que definió un nuevo animal político, que no es autoritario pero tampoco una versión local de las democracias liberales de Europa y Estados Unidos. Típicamente latinoamericanas, la democracias delegativas incluyen cierto nivel de control o rendición de cuentas –accountability– vertical, en el sentido de que hay elecciones limpias, pero carecen de buenos controles horizontales entre los diferentes organismos del Estado: división efectiva de poderes, funcionamiento adecuado de los entes de control, correcta fiscalización judicial. Por la misma época, O’Donnell advirtió, en otro texto, sobre el error de suponer que la legalidad y la democracia se extienden homogéneamente a todo el territorio de un país. En ciertas zonas (que definió como “zonas marrones”), la legalidad estatal no llega, lo que implica que se violan tanto los derechos sociales como los civiles, definiendo una “ciudadanía de baja intensidad”.
A lo largo de todos estos años, O’Donnell fue marcando con sus artículos y libros la agenda del debate político intelectual latinoamericano, con una capacidad notable para conceptualizar y sistematizar –poner en términos académicos– algo que todos veíamos, pero que nadie había encontrado la forma adecuada de definir. Así, el Estado burocrático autoritario se convirtió en el más clásico modelo de análisis de las dictaduras. La democracia delegativa, aunque pensada para el caso de Menem, tiene vigencia hasta hoy. Y para entender qué son las zonas marrones alcanza con prender un rato la televisión y ver lo que ocurre en el Conurbano profundo, en las villas miseria de la ciudad o en las favelas cariocas.
Publicado recientemente, el último libro de O’Donnell, Disonancias (Prometeo), incluye textos aparecidos en los últimos diez años, desde la edición de su última compilación de artículos, Contrapuntos. Los primeros capítulos están dedicados al tema de la rendición de cuentas (accountability) horizontal, los mecanismos de equilibrio y control entre poderes debilitados en las democracias delegativas. Hay, además, dos artículos sobre el aspecto legal de la democracia y su relación con el Estado, y la desgrabación de su discurso de aceptación del premio otorgado en el 2003 por LASA, la asociación de estudios latinoamericanos con sede en Estados Unidos.
El eje que recorre los textos de Disonancias es la relación entre democracia y Estado. O’Donnell defiende la necesidad de un Estado que garantice y expanda los diferentes derechos (políticos, civiles, sociales y culturales) y que al mismo tiempo actúe con eficacia, respetando las libertades individuales, sin atropellos. Discute la visión “minimalista” de la democracia, aquella que la concibe apenas como una forma de elegir representantes. Y describe su intención en el subtítulo del libro: formular “críticas democráticas a la democracia”, con la idea de, por un lado, no olvidar el horror de los regímenes autoritarios, y, por otro, advertir sobre las fallas de las democracias, sin por ello considerarlas simples fachadas que ocultan los intereses de los poderosos, pero sin caer tampoco en la resignación conservadora de pensar que los latinoamericanos somos así y que no tiene sentido intentar ser de otra manera.
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