Lunes, 6 de agosto de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Manuel Justo Gaggero *
Corría el año 1976, se había producido el golpe militar, habían asesinado el 29 de marzo a mi hermana Susana (la “Nena”) y me encontraba clandestino. Esta situación –la de la clandestinidad– había comenzado en octubre de 1974. El asesinato de Alfredo Curuchet y de Silvio Frondizi, con quienes compartía la defensa de los compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo, que habían intentado copar un Regimiento en Catamarca, y las amenazas de la Triple A, hicieron que los compañeros del PRT me plantearan que pasara a la clandestinidad, junto con mi familia, y me hiciera cargo de las relaciones con los partidos políticos democráticos. Lo que había hecho en esos años.
Mis hijos concurrían a un colegio religioso con documentos falsos. Al más grande lo habíamos “rebautizado” con el nombre de Haroldo, en homenaje al querido y entrañable compañero Haroldo Conti, que había sido secuestrado por efectivos del Ejército y permanecía “desaparecido”. El 19 de julio pasé por el colegio a buscar a los chicos y nos dirigimos al departamento en el que habitábamos, en la calle Conesa, a dos cuadras de Federico Lacroze. Al llegar empecé a preparar las milanesas para la cena y nos sorprendió a todos un llamado en el portero eléctrico. Muy pocos conocían nuestro domicilio y no recibíamos visitas, salvo aquellas programadas. Pregunté quién era y la respuesta fue “abrí, que soy Alberto”. Se trataba de Eduardo Merbilaha, integrante del buró político del PRT-ERP, al que conocía desde hacía muchos años y que era el responsable de nuestra actividad. Su voz denotaba angustia. Al abrirle la puerta me encontré con él, su compañera Nora y sus dos hijitos. Me explicó que se tenían que quedar en casa, ya que el Ejército había allanado el edificio en el que vivían. Me empezó a contar que él alquilaba un departamento en Villa Martelli, en la calle Venezuela. En el inmueble, en el tercer piso, vivía Domingo Menna (el “Gringo”). Ese día se reunirían en el departamento de este último a despedir a Mario Roberto Santucho, que junto con su compañera Liliana Delfino saldrían del país para impulsar la denuncia en el exterior de los crímenes de la dictadura militar. Benito Urteaga quedaría como secretario general. Al lugar concurrirían todos los integrantes de la dirección. Cuando se acercaba al edificio notó movimiento de autos sospechosos y al encontrarse con el portero éste le dijo que no sabía qué había pasado, pero que en el departamento de su cuñado el Gringo había habido un tiroteo; habían sacado dos personas heridas y el resto, “encapuchados”, fueron llevados en diferentes vehículos. Rápidamente y con mucha angustia se alejó del lugar y en una esquina la esperó a Nora, que al llegar con los niños fue informada de lo que había pasado. La información era confusa y por eso, con lo puesto, se trasladaron a mi departamento; se quedaron casi un mes y poco a poco pudimos reconstruir lo que había sucedido.
Dieciocho años más tarde, patrocinando a la familia de Santucho y Urteaga, iniciamos una información sumaria, un amparo y una causa penal.
Durante estos trece años hemos logrado reconstruir el episodio, imputando a Videla, Bussi, Veerplatcen, Valladares y Riveros del asesinato de Urteaga y Santucho, y de la desaparición forzada de sus acompañantes, Liliana Delfino, Domingo Menna y Ana Lanzillotto de Menna. Esta última dio a luz en el Hospital Militar de Campo de Mayo y el hijo permanece aún en manos de sus apropiadores.
En los últimos meses hemos incorporado a los diferentes juicios un testimonio de un testigo, de identidad reservada, que relata su encuentro en el “campo de detenidos” con el Gringo. A continuación parte de su relato: “Sobrevino un silencio interrumpido por extenuados quejidos de los torturados. Traté de acomodarme la capucha para encontrar el agujerito que me permitía ver algo. Cuando lo logré, vi al compañero que tenía al frente con la capucha levantada e inmediatamente miré hacia el portón, y vi que los guardias no estaban. Entonces levanté la mía y él me saludó con la mano y me preguntó: ‘¿Quién sos?’. ‘Un soldado’, le dije, e hizo un saludo militar a medias porque tenía las manos esposadas. ‘¿Y vos?’, le pregunté. ‘Menna’, murmuró. ‘¿Pena?’, le pregunté. ‘No, Domingo Menna’, me contestó (me pareció que en una revista Gente, que daba vueltas entre los soldados del Batallón, lo habían dado por muerto). ‘Pero’, e hice un gesto de cortar el cuello con las manos. Encogió los hombros y con una sonrisa, como diciendo ‘ya lo ves’, me preguntó si conocía la zona. ‘¿Dónde estamos?’, le pregunté. ‘En Campo de Mayo’, me contestó, e inmediatamente se bajó la capucha porque seguramente desde su posición vio acercarse a los guardias. Menna, el que ahora tenía al frente, era uno de los que se había fugado del Penal de Rawson en agosto de 1972. Recordé que estaba en casa de mis abuelos en Bell Ville cuando las radios empezaron a informar sobre la fuga...”, sigue diciendo el testigo.
Continúa el testimonio más adelante: “Transcurrida una media hora, lo trajeron a Menna de nuevo. Se lo veía caminar con dificultad. El guardia le colocó las cadenas que lo unían a la columna del galpón. Habría transcurrido media hora y apareció alguien que parecía ser el jefe de los guardias, y dirigiéndose a Menna, le manifestó: ‘¿Qué le dijo el General?’ El Gringo le contestó: ‘Que si yo colaboraba, se terminaba el ERP’. ‘¿Y, es cierto eso?’ ‘La verdad que sí’, dijo el Gringo. Y le preguntó el militar: ‘¿Va a colaborar?’. Le contesto que no; ‘me dieron dos días para pensarlo, les dije que no era necesario’, concluyó el Gringo. Días más tarde se lo llevaron a Menna, quien antes de irse me dio su chaqueta para que me cubriera del frío. Nunca más supe de él”.
En la reconstrucción logramos establecer que el General a que hace referencia el testigo es Santiago Omar Riveros, responsable y máximo jefe de la Unidad Militar de Campo de Mayo, al que estamos imputando de los delitos de tormento seguido de muerte, homicidios y secuestro y desaparición forzada, y de la comisión del delito de genocidio. Todo en la causa Riveros, que tramita en el Juzgado Criminal y Correccional de San Martín.
Por otro lado, hemos logrado determinar que el mayor Juan Carlos Leonetti, que muriera en el momento en que fueran acribillados a balazos Urteaga y Santucho y secuestrados sus acompañantes, formaba parte de un “grupo especial” que fue entrenado por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA). Le hemos pedido al juez Marinelli, y éste ha hecho lugar, que se requiera por vía de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación toda la información recientemente desclasificada por el Departamento de Estado de “operaciones encubiertas” realizadas por la CIA en América latina. Suponemos que el grupo especial que dirigía el mencionado Leonetti habrá informado a aquélla del operativo en Villa Martelli.
Además, en los próximos días, vamos a iniciar excavaciones en el cementerio de Tigre, donde nos han informado que se hicieron “inhumaciones” en tumbas NN, en aquellos días en que nos invadió la tristeza.
Finalmente, como estamos convencidos de que los actuales jefes militares saben qué pasó con los cadáveres de Santucho y Urteaga, exhibidos en el Museo de la Subversión en 1979, le hemos remitido una carta documento al presidente de la Nación para que, en su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de la Nación, inciso 12 del artículo 99 de la Constitución Nacional, le ordene al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Roberto Bendini, y a todos los servicios de inteligencia, que nos entreguen toda la información que posean sobre estos hechos. No hemos recibido respuesta, pero insistiremos para lograr la verdad, reconstruir la memoria y hacer justicia.
* Abogado, director de la revista Diciembre 20.
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