Lunes, 6 de agosto de 2007 | Hoy
Por Washington Uranga
El combate a la indigencia, a la exclusión, en definitiva, esa lucha titánica contra las condiciones que ubican a los ciudadanos en el delgado hilo que, como límite atroz, separa la vida de la muerte, se convirtió en la Argentina reciente en una batalla colosal tanto para el Estado como para la sociedad entera. En ello se invirtieron energías y recursos. Y no sólo centró la atención y las voluntades de enorme cantidad de actores, sino que orientó los esfuerzos y movió la caridad, cuando no la compasión. Aunque todos los datos hoy hablan de un panorama que ha mejorado sustancialmente sería ingenuo y tal vez miope afirmar que la exclusión está superada. Aun entendiendo esto último en su sentido más estrecho: aquel que limita esa mirada a la división absurda entre los que están “adentro” y los que están “afuera”, donde estar adentro es apenas sobrevivir en los marcos del sistema y estar afuera agonizar deambulando por las fronteras del mismo. Siendo legítima, la lucha contra la injusticia y la pobreza terminó por restringir dramáticamente el horizonte de lo social que, de por sí y legítimamente, incluye muchos otros aspectos. La exclusión no es apenas una circunstancia, el resultado de una coyuntura, sino la consecuencia lógica de un sistema. A la exclusión se arriba como resultado de un proceso social, económico y político y atañe muchos aspectos poco debatidos. Uno de ellos es el de la flexibilización y la precariedad laboral. A la luz de las modificaciones impuestas por la economía global y también por las transformaciones impuestas por el neoliberalismo, la condición de trabajador no garantiza ni siquiera los términos de una inclusión entendida como participación en el sistema con dignidad y justicia social. A tal punto que para algunos asalariados la degradación de las condiciones de trabajo termina siendo un tema tan grave o más que la misma desocupación. Hecho que, por supuesto, conspira en gran medida contra cualquier incentivo de integración de los jóvenes al trabajo remunerado y legal. Este es un capítulo extremadamente importante al que, sobre todo en períodos electorales, deberían dedicarse no sólo los líderes políticos, sino principalmente aquellos dirigentes sociales y sindicales a quienes el tema les atañe de manera directa. La agenda social tiene que incluir centralmente el tema del trabajo, no sólo para garantizar ocupación, sino para examinar la realidad del trabajo asalariado. Si en otro tiempo se trataba de dar trabajo sin importar las condiciones, porque eso tenía que ver con la supervivencia, hoy hay que garantizar trabajo pero atender de manera simultánea a la situación laboral, a la dignidad del asalariado, a su calidad de vida y la de su núcleo familiar. En el mismo camino de la simplificación de lo social la mirada se redujo al ámbito de los pobres y los indigentes. Eso como si lo social no existiese para los sectores medios –muchos de ellos pauperizados– y aun para los de mayores recursos. Lo social tiene que ver también con la calidad de los servicios públicos, con la salud, con la educación y con el transporte. Entre otros. Lo social se abre, en términos generales, a la calidad de vida y no puede restringirse sólo a paliar las consecuencias del traumático pasado reciente. Para superar el sesgo asistencial lo social tiene que inscribirse en la agenda del desarrollo de manera integral, no para compensar deficiencias sino como un componente insustituible de la calidad de vida y de los derechos ciudadanos.
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