Lunes, 16 de marzo de 2009 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: EL IMPACTO DE LA CRISIS ECONóMICA INTERNACIONAL
Aronskind afirma que el Estado deberá intervenir de lleno en la producción de bienes y servicios y generar empleo. Féliz va más allá y propone un programa de socialización de la producción estratégica bajo propiedad pública con gestión de trabajadores y usuarios.
Producción: Tomás Lukin
Por Ricardo Aronskind *
La versión de la crisis predominante en los medios contiene al menos dos distorsiones severas: reduce una crisis de raíces estructurales muy profundas a una mera crisis financiera y reduce la gravísima crisis financiera a un problema de “regulación”. En realidad es la ruptura generalizada del pacto keynesiano, ocurrida a fines de los años ’70 y profundizada en las décadas siguientes, el origen de la presente hecatombe.
En el mundo de posguerra, la “amenaza” de la expansión comunista había estimulado la búsqueda de un modelo de acumulación capitalista más equilibrado económica y socialmente, basado en un alto nivel de consumo de masas a partir de una situación de pleno empleo y salarios aceptables. Sin embargo, la disconformidad de las corporaciones por la “baja rentabilidad” atribuida a los altos costos salariales e impositivos, derivó en un cuestionamiento de base al modelo keynesiano. Mediante la presión política e ideológica, y la innovación tecnológica sesgada, se invirtió el rumbo, reorientándose la agenda social hacia la progresiva reversión del papel del Estado en la economía y el recorte sistemático de sus capacidades. También las condiciones laborales y el poder de los sindicatos fueron deteriorados a nivel global, generándose un extraordinario proceso de concentración del ingreso a nivel internacional y local. En tanto se despojaba de poder de consumo a franjas enormes de la población mundial –lo que socavaba el principal componente de la demanda–, crecían los enormes excedentes financieros de multinacionales y bancos, ávidos por colocarse en cualquier actividad que prometiera ganancias extraordinarias. Los Estados, crecientemente subordinados a las demandas del capital, se limitaron a adaptarse a sus requerimientos de maximización de la ganancia.
¿Cómo compatibilizar un proceso notable de expansión de la capacidad productiva mundial, con una tendencia manifiestamente regresiva en la distribución del ingreso, que no mejora el consumo de las mayorías? La forma que encontró el capitalismo globalizado fue la generación de sucesivas burbujas financieras, que objetivamente provocan incrementos de la demanda y del bienestar, hasta que estallan.
Si la causa de la crisis no es meramente “financiera”, sus efectos distan mucho de constreñirse a ese ámbito. Incluso si los valores bursátiles comenzaran a subir y los bancos dejaran de caer, los efectos sobre el mundo productivo, sobre el empleo y los salarios, serán graves. La producción tiene su propia dinámica: una vez cortado el crédito, con el consumo en retracción y las expectativas deterioradas, las empresas disminuirán inversión y empleo. Las condiciones de vida de las mayorías empeorarán, al ser afectado el acceso al trabajo, al salario digno, a la vivienda, etcétera. Estamos en el comienzo de la crisis, no en el final.
Los sucesivos paquetes de salvataje arrojados por Estados Unidos y por la Unión Europea no han sido estériles: sirvieron para que el desmoronamiento financiero y productivo no fuera mucho más dramático y destructivo. El resultado mediocre de estas enormes masas de recursos volcadas hacia los bancos nos habla de la magnitud de la ficción financiera que se acumuló en estas décadas.
La reversión de esta crisis obligará a atacar sus causas estructurales. El relanzamiento de la economía mundial, luego de la contracción dramática del crédito y de las expectativas pesimistas que atraviesan el mundo de los negocios, requiere dar vuelta las concepciones que llevaron al actual derrumbe.
Se trata de crear demanda genuina, basada en ingresos permanentes y suficientes, y no en créditos otorgados a trabajadores pauperizados. La repotenciación del consumo de millones de trabajadores y excluidos será el único piso sólido sobre el cual asentar un proceso de nuevo crecimiento. Para esa enorme tarea debe ser derogado el primer mandamiento de la “vulgata” neoliberal: Estado pequeño e impotente. El Estado debe ponerse al frente de la reconstrucción económica, no para relanzar un nuevo ciclo especulativo sino para sentar nuevas bases productivas y sociales.
El Estado deberá involucrarse directamente, por la profundidad de la crisis que viviremos, en la producción de bienes y servicios y la generación de empleo. No alcanzará con “generar estímulos” para que el mercado actúe. La Argentina deberá enfrentar ese escenario con sus carencias históricas: un empresariado sin una visión amplia, y un Estado sin capacidad de planificación y gestión. Afortunadamente, el país cuenta con recursos humanos de alta calidad, e identificados con el interés general, en condiciones de encarar y sostener una audaz acción pública estratégica, imprescindible en los próximos tiempos. Si bien un Estado inteligente y eficiente no figura en la agenda de ninguno de los partidos políticos que acaparan las portadas de los diarios, su necesidad se sentirá crecientemente a medida que lleguen a nuestras playas las oleadas del desastre provocado por el reinado absoluto de las corporaciones.
* Investigador de la UNGS.
Por Mariano Féliz *
La actual crisis mundial tiene su origen aparente en una crisis financiera. Sin embargo, es el corolario del neoliberalismo –un proceso de reestructuración de la economía mundial– que avanzó con fuertes resistencias populares desde los años ’70. Esta crisis golpeará a todos, pero en la periferia el impacto será mayor allí donde la transnacionalización de sus economías haya avanzado más.
El capitalismo choca hoy en día contra una pared por su propia lógica: producir cada vez más, a un valor (costo privado) cada vez menor, para el consumo de una proporción decreciente de la población. Se produce más que nunca, pero miles de millones en el mundo siguen pasando hambre. La presente crisis potencia los costos sociales del capitalismo (incluidos la destrucción del medio ambiente y el saqueo de las riquezas naturales). Estamos frente a una crisis ambiental y civilizatoria, además de económica; una crisis que pone en cuestión el conjunto del capitalismo como única forma de desarrollo, además del propio concepto de “desarrollo” y los parámetros para medirlo.
En este contexto, la crisis es un instrumento de los sectores dominantes para intentar consolidar su posición a costa de las mayorías. Mientras en la etapa de crecimiento el capital avanzó precarizando nuestras vidas, a través de la crisis profundiza esas tendencias como medio para superar sus límites. Por eso arremete primero con suspensiones y despidos, rebajas salariales y el cese de contratos; luego le siguen los cierres de empresas en perfectas condiciones técnicas para producir. Estos no son “efectos de la crisis”, sino –más precisamente– acciones deliberadas de empresarios y gerentes para no perder dinero y trasladar el costo a los trabajadores. Atravesamos una crisis del capital, es decir de una forma de producir sólo aquello que es rentable sin atender a las necesidades sociales insatisfechas.
Frente a la incertidumbre política y la agitación social, atravesamos –nuevamente– una crisis del pensamiento hegemónico que no puede dar las respuestas (teóricas y prácticas) necesarias. Cuando la “mano invisible” parece no alcanzar, los sectores empresariales más concentrados demandan mayores subsidios y nuevos apoyos de ese Estado que en “tiempos normales” prefieren negar. En tiempos difíciles olvidan sus prejuicios y diferencias sectoriales para crear un frente único contra el pueblo trabajador, exigiendo que se garanticen el orden, la “competitividad” y la “moderación” de los reclamos populares.
Frente a la crisis de las ideologías del capital en tiempo de auge (el liberalismo) se fortalecen las posiciones desarrollistas que pretenden reubicar al viejo Estado (capitalista) en el centro del desarrollo (del capital); no hay novedad en esto. El par liberalismo-keynesianismo es parte de la artillería ideológica de los sectores dominantes, pues no propone nada que cambie la dinámica de la crisis (las relaciones sociales que la sustentan y expanden) y proteja al conjunto del pueblo trabajador.
Este presente re-actualiza la necesidad de proponer alternativas que apuntalen un cambio social profundo frente a un sistema de producción social que siempre carga los costos de “su” desarrollo sobre el conjunto del pueblo. Estas opciones pueden resumirse en unos pocos ejes. Por un lado, medidas que protejan a los sectores más vulnerables de la población de los “efectos” inmediatos de la crisis. Por ejemplo, la suspensión de los despidos por dos años, la creación de un ingreso universal equivalente a la canasta básica –comenzando por la elevación inmediata de los planes sociales–, el aumento de emergencia en salarios y jubilaciones y la creación de tarifas sociales para los servicios y el transporte públicos. Debe agregarse la protección pública y promoción con créditos y subsidios de las experiencias de recuperación de empresas por sus trabajadores/as y los emprendimientos autogestivos y cooperativos.
En segundo lugar, un conjunto de medidas que contribuyan a mejorar las condiciones del hábitat de los barrios populares a través de un programa de obra pública dirigido a la provisión de servicios sociales básicos (agua, cloacas, luz y gas, servicios médicos, escuelas, hábitat comunitario). Por último, un programa de socialización de la producción estratégica (empezando por energía, transporte, comercio exterior y banca) bajo propiedad pública con gestión de trabajadores y usuarios, acompañado por una reforma tributaria que rebaje el IVA a los productos básicos y acreciente la carga impositiva de los sectores de más ingresos.
Este –incompleto, perfectible pero realizable– conjunto de medidas de emergencia permitiría no sólo proteger a los sectores más vulnerables del pueblo frente a la profundidad de la crisis y favorecer la recuperación económica sino que posibilitaría avanzar por un camino de cambio social que trasforme la organización de la producción y la distribución de la riqueza.
* Investigador del Conicet. Profesor de la UNLP.
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