ECONOMíA › EL PORTAZO

Pan hoy, ¿hambre mañana?

 Por Julio Nudler

El vencimiento de capital que ayer dejó impago la Argentina equivale, aproximadamente, a la mitad del superávit comercial mensual que está obteniendo el país. Así vista, la decisión de incumplir parece absurda, ya que los dólares están –no sólo en el stock de las reservas sino también en el flujo de la cuenta corriente externa–. No hay que olvidar, además, que esa deuda no cancelada en la víspera deberá ser saldada más temprano que tarde, y que habrá penalizaciones severas pero ninguna quita, ya que los organismos multilaterales por definición no pueden acordar descuento alguno, según la ley por ellos mismos creada.
Vista en cambio la misma cuestión desde el ángulo fiscal, que es el de los pesos que tiene que ahorrar el sector público para comprar las divisas del excedente comercial, que es patrimonio privado, el vencimiento de ayer exigía, él solo, algo así como un superávit primario de medio punto (0,5 por ciento) del Producto Bruto. Obviamente, en un esquema de ruptura, en el que seguirán produciéndose vencimientos (débitos) pero ninguna entrada de desembolsos (créditos), porque ni el Fondo, ni el Banco Mundial ni el BID darán un dólar, la incapacidad fiscal de pagar las facturas es absoluta.
Esta es, aunque sin haber alcanzado hasta ahora un grado tan extremo, la situación que vino soportando el país después de haber efectuado pagos por unos 4000 millones de dólares en lo que va del año y, a pesar de ello, no haber conseguido del FMI más que postergaciones al acuerdo. Sin embargo, la idea de que los más apurados por firmar “son ellos” es falsa: puede ser que el actual gobierno argentino se sienta menos urgido, sobre todo tras la estabilización lograda, pero por esta vía le estará legando al próximo una situación cada vez menos manejable.
De cualquier forma, una razón para no matarse por pagar los vencimientos con los organismos es que, aunque el país lo haga, los mercados de crédito voluntario seguirán sellados a cal y canto para él por bastante tiempo. Como mínimo, hasta que renegocie la deuda con los tenedores privados de bonos y levante el default. Pero también hay que decir que todo ese proceso tan necesario de normalización ni siquiera comenzará mientras no se haya recompuesto la relación con los multilaterales. Esta no es una condición suficiente para reinsertarse en los circuitos de financiamiento, pero sí necesaria.
Si hay algo claro desde hace tiempo es que al Fondo no le gusta nada la onda política que sintoniza buena parte de la dirigencia partidaria argentina, y que se manifiesta en proyectos parlamentarios como el de extender la suspensión de las ejecuciones hipotecarias. Pero el carozo más duro de tragar para el FMI es que el acuerdo que esté firmando ahora con Eduardo Duhalde (que no es santo de su devoción) podría ser usufructuado mañana por Adolfo Rodríguez Saá de alzarse éste con la presidencia. Sería como consensuar por anticipado con quien once meses atrás proclamó de viva voz el default. Esta novela, para el Fondo, es Crimen y Castigo; de ninguna manera, Crimen y Premio.
Tanto el populismo –incluso en sus expresiones de derecha– como la izquierda, aun la moderada, no tienen visiones compatibles con las políticas que sigue exigiendo el FMI, basadas en un extremo rigor fiscal y en mercados libres, con mínima intervención del Estado. Por ende, Horst Köhler y Anne Krüger toman con pinzas y miran con mucha desconfianza los compromisos que puedan asumir Roberto Lavagna y Guillermo Nielsen. Por ejemplo, un superávit primario de 2,5 por ciento. Señores, ¿cómo piensan alcanzarlo?
El resultado del recelo es simple: no hay acuerdo, la Argentina, en principio, le dice au revoir al mundo y se queda librada a sus medios en esta peliaguda transición. La miseria salarial, el control de cambios y unínfimo flujo de importaciones quizá le permitan preservar el actual desequilibrado orden macroeconómico.

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