Sábado, 13 de marzo de 2010 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
El análisis económico y político transita por cómodos carriles cuando la discusión se concentra en las formas o en cuestiones teóricas sobre la organización de una sociedad. Las diferencias quedan reducidas a enfoques superficiales dando la impresión de que no existe mucha distancia entre unos y otros. En esa dinámica el desafío es encontrar un consenso sobre cuál es la política correcta a implementar. Los términos de moda como instituciones, diálogo y negociación adquieren así una dimensión abarcadora, como si fueran la llave maestra para encarar los problemas. Se instala la idea de que las discrepancias son mínimas, en cierta medida morales sobre la cosmovisión del mundo, y que la presencia del conflicto se debe a posturas irracionales, intransigentes o a comportamientos autoritarios. Si bien esas actitudes pueden asomar en ciertos momentos y protagonistas, esas características tienen escasa relevancia en el debate de fondo, que la mayoría de los análisis económicos ignoran o tocan marginalmente: la actuación de los factores de poder, que no es otra cosa que la influencia de las corporaciones para orientar políticas que defiendan sus intereses. En muchas juiciosas declaraciones resulta llamativa la ausencia de esos actores principales en la evaluación de las recientes crisis políticas precipitadas por iniciativas económicas. En algún punto, la omisión de la acción del poder económico revela el grado de subordinación de un sector de la sociedad para comprender el transcurrir de un proceso económico y social. Reducir el conflicto del Banco Central y las reservas a una puja de modales entre el oficialismo y la oposición o a una discusión leguleya e institucional sobre los decretos de necesidad y urgencia es bastante limitado. Y colabora en algún sentido para ocultar cuestiones relevantes y la actuación de los factores de poder.
La reacción que ha provocado en el amplio abanico de primeros actores de la escena política y económica la iniciativa de pagar deuda con reservas ha sido insólita. Se oponen sectores conservadores que tienen una extensa foja de servicios como endeudadores seriales y pagadores obsecuentes sin escatimar esfuerzos ni preocuparse en el método, desde refinanciar a tasas usurarias hasta la liquidación de empresas estatales. También se sumaron al bloque del rechazo grupos definidos como de centroizquierda que siempre resistieron el pago de la deuda porque implicaba diseñar planes de ajuste sobre los sectores populares. El desarrollo del endeudamiento del país ha tenido varias etapas y la actual no es la misma que las anteriores, tanto por las fuentes de pago como por los condicionamientos asociados a esa carga. No saber diferenciar las particularidades de cada período provoca un desorden conceptual, que es una táctica rendidora para la tribuna mediática, pero carece de la virtud de analizar ese proceso como parte de un recorrido histórico con sus aspectos distintivos.
La cancelación de deuda con reservas es una medida que significa un avance cualitativo en aliviar la carga de los pasivos públicos sobre el presupuesto y, por lo tanto, sobre partidas tan sensibles a la corriente progresista. Esto no significa que no deba discutirse la necesidad de una reforma tributaria, el destino del gasto o la estructura del presupuesto nacional. Pero mezclar los temas se parece mucho a la estrategia del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, quien en su mediocre gestión en el área de precios parte de supuestos equivocados para construir una historia que satisface los deseos de solución del problema por parte del poder político, pero con la previsible –y comprobada– frustración. Esa forma de actuar no trata con rigurosidad la cuestión central y sólo sirve para confundir.
Desde que la deuda empezó a ser una pesada mochila para la economía, en la década del ’80, la forma de atender los vencimientos de intereses y capital consistió en la emisión de deuda interna y externa y el ajuste de las cuentas públicas para generar el excedente necesario para saldar los compromisos. Con más o menos intensidad, según el momento, esas vías de tratamiento de la deuda profundizaban las restricciones de la política económica. Las medidas para reducir el gasto público y así liberar recursos para pagar tuvieron consecuencias nefastas. En tanto, la opción de nueva deuda tuvo épocas de esplendor con el festival de bonos del radicalismo en el gobierno de Alfonsín, con el Plan Brady y posteriores emisiones de más títulos en el menemismo, para concluir con el blindaje y megacanje durante la administración De la Rúa. Ese proceso derivó en la pérdida casi total de autonomía para la política económica que concluyó en el default más grande de la historia moderna: 81.800 millones de dólares. Esta cesación de pagos, que aún continúa en una porción de 27 mil millones (holdouts y Club de París), fue en la práctica un repudio a la deuda, instancia que ciertos sectores hoy reclaman ignorando ese acontecimiento y sus implicancias (fuerte quita del capital, extensión de los plazos y prolongado castigo al país del mercado financiero internacional, que aún perdura). Argentina no tiene que seguir la experiencia de Ecuador por una sencilla razón: el recorrido ecuatoriano fue realizado sobre la huella argentina, incluso en una magnitud y profundidad menor, lo que se presenta como un sinsentido plantearlo en sentido inverso.
La administración kirchnerista impulsa el pago de la deuda con reservas ante la evaporación del superávit fiscal en 2009, fondos utilizados para amortiguar los costos económicos y sociales del shock externo, como se explicó la semana pasada en esta columna. Lo hace por necesidad más que por una definición estratégica. Pero esto no invalida esa sustancial medida sobre el uso de recursos y fuentes de financiamiento. También es cierto que ese superávit se mantuvo en el período 2003-2008 con el grueso de la recaudación por retenciones que permitió pagar deudas, lo que significó que no tuviera efectos contractivos y recesivos. De todos modos, aunque no hubiera habido crisis internacional y aún se mantuviera un elevado excedente de las cuentas públicas, igual debería impulsarse la cancelación de pasivos externos con reservas del Banco Central. En realidad, debería ser una exigencia de grupos que dicen preocuparse por el destino de los sectores postergados. Porque esa estrategia responde a reclamos tradicionales contra el pago de la deuda con ajuste fiscal y contra un mayor endeudamiento que empobrece a las mayorías. Pagar con reservas evita esos senderos conocidos y amplía el horizonte para debatir con más margen de autonomía la capacidad de intervención estatal a través del gasto público.
El discurso oficial no colabora en comprender el salto cualitativo que implica destinar reservas para pagar deuda. Una y otra vez en este conflicto que se extiende por casi cien días han señalado que esa iniciativa lograría bajar la tasa de interés para colocar nueva deuda, reducción que mejoraría la “imagen” de la economía local en el mercado internacional, lo que atraería más inversiones externas y facilitaría el financiamiento del sector privado. Es un argumento débil y erróneo. Argentina transitó estos años de crecimiento record sin financiamiento externo en una saludable estrategia de minimizar la dependencia respecto del capital externo en lugar de profundizarla.
Si en ese contexto discursivo además se insiste con no tocar las reservas o con usarlas para el gasto interno, se fortalece la corriente conservadora que impulsa lo que sabe hacer: tomar deuda a tasas de usura y/o aplicar un ajuste fiscal. Las reservas son para pagar deuda, importaciones y definir la orientación de la paridad cambiaria. Esto es lo que se estuvo haciendo en estos años, además de financiar la fuga de capitales. La diferencia es que ahora el Tesoro compra las reservas con un bono a diez años en lugar de adquirirlas en efectivo con recursos del fisco. A esta altura resulta paradójico el cuestionamiento a esa alternativa de pago, puesto que disminuye la necesidad de endeudamiento en divisas en un contexto donde se ha reducido sustancialmente el peso de la deuda en la economía.
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